Han pasado apenas 48 horas desde el batacazo eurovisivo de España, y las brasas aún arden.
Melody, la que fue presentada como una “diva renovada”, terminó tercera por la cola en un festival que ya no perdona ni la falta de magia ni el exceso de incoherencia.
Pero si alguien ha sabido canalizar el sentir colectivo, ese ha sido Risto Mejide.
Desde Todo es mentira, el presentador no tuvo piedad al abrir el debate con una frase que dejó a todos helados: “No puede ser que la que se lo curra tanto sea la representante… y la enviemos con esa canción”.
Fue solo el principio.
La crítica no era solo musical.
Era estructural, casi existencial.
Para Risto, el problema no es solo la elección de Melody ni su actuación en Malmö.
El problema es creer que Eurovisión sigue siendo un concurso musical cuando hace tiempo se convirtió en una pasarela geopolítica disfrazada de gala pop.
La tensión en plató fue inmediata.
Marta Flitch, visiblemente frustrada, recordó que España volvió a quedar entre los últimos puestos, justo como el año anterior.
Y eso pese a formar parte del selecto grupo de países de la “Big Five”, que pagan más para tener acceso directo a la final.
Un privilegio caro y cada vez más inútil.
Pero la frase que agitó el plató como un terremoto vino segundos después, cuando Risto soltó: “Otra cosa es si deberíamos dejar de aportar a una fiesta de la que no nos llevamos nunca nada”.
Silencio incómodo.
La pregunta flotaba en el ambiente como una bomba a punto de estallar.
¿Está España financiando su propia humillación?
En ese momento, el debate tomó una dirección aún más eléctrica.
Se habló de la reciente petición de Pedro Sánchez para expulsar a Israel del festival, igual que se hizo con Rusia en 2022 tras la invasión de Ucrania.
Las palabras del presidente fueron claras: “Lo que no podemos permitir son dobles estándares, tampoco en la cultura”.
Y entonces Risto sacó su bisturí.
“¿Dobles estándares? El mismo país al que pedimos expulsar es el que nos vende armas”, sentenció.
Su tono era de sarcasmo letal.
“Diga usted que sí, señor presidente.
Ese país al que le compramos armas.
Al que financiamos mientras condenamos.
¿Lo vamos pillando?”
La crítica fue demoledora.
No era solo una cuestión eurovisiva, era una acusación de hipocresía estructural.
Risto no solo estaba cuestionando la coherencia del presidente, sino también la de un país que finge escandalizarse por la política en Eurovisión, mientras baila con los mismos a los que denuncia.
“Tampoco me parece bien que participe ese país al que le compramos armas”, repitió.
Una frase que caló entre los tertulianos como un dardo envenenado.
Pero Risto no terminó ahí.
Fue más allá.
Declaró abiertamente que no ha vuelto a ver Eurovisión desde “el chanelazo” de 2022, ese tercer puesto que aún escuece como un agravio nacional.
“Para todos los que decís que lo de este año es un tongo, os recordamos lo de Chanel.
Aquello sí que fue un tongo”.
La indignación era palpable.
No hablaba solo de política, hablaba de una traición emocional.
“Desde entonces, no veo Eurovisión.
Yo vi un rato la gala y estaba esperando un apagón”, soltó entre carcajadas ácidas.
El comentario, lejos de ser solo una broma, era una declaración de agotamiento.
Para Risto, Eurovisión ha dejado de ser un espectáculo musical para convertirse en un teatro de lo absurdo.
Y la frustración va más allá del escenario.
Se filtra en la forma en que el país gestiona su imagen, sus artistas y su presencia internacional.
Mientras Melody se dejaba la piel y regresaba humillada, la maquinaria mediática intentaba disfrazar el fracaso con titulares anestesiados.
Pero Risto no lo permitió.
Él rompió la burbuja con un estilete afilado.
El debate continuó con Alfonso Serrano del PP intentando convertir la discusión en un ataque directo al gobierno.
Acusó a Pedro Sánchez de estar más pendiente de Eurovisión que de los verdaderos problemas del país, como el reciente apagón que dejó a miles sin luz.
Pero ahí también Risto cortó en seco: “Sí, yo estaba esperando un apagón… pero del festival entero.
” Su frase hizo reír, pero detrás de esa ironía había un grito: basta ya de distraernos con galas, votos y divas mientras se ignoran los asuntos reales.
Y en medio de todo, Melody.
Silenciosa.
Ausente.
En ningún momento se la culpó directamente, pero el retrato fue claro: alguien trabajó duro, lo dio todo y fue enviada al matadero con una canción que no estaba a la altura.
Una artista víctima de un sistema que parece elegir por cuotas, por consenso o por escaparate, pero no por calidad.
El batacazo no fue solo suyo, fue de todos.
Y esa derrota colectiva fue la que Risto Mejide se encargó de escupir a la cara del espectador sin paños calientes.
En definitiva, lo que ocurrió en Todo es mentira fue más que un debate post-Eurovisión.
Fue un juicio sumario al certamen, al sistema público de radiodifusión, a los políticos que intentan colgarse medallas culturales sin asumir sus contradicciones y, sobre todo, a la pasividad con la que España ha
aprendido a digerir sus derrotas.
Una derrota que no es solo musical, sino simbólica.
Una vez más, la indignación quedó en manos de un presentador que, entre sarcasmo y furia, se atrevió a decir lo que muchos piensan, pero pocos se atreven a gritar en directo: que estamos hartos de fingir que
esto es solo entretenimiento.
Porque no lo es.
Porque nunca lo fue.