Paloma Nicole no murió por complicaciones quirúrgicas; murió porque la dejaron sola, porque nadie escuchó sus súplicas mientras seguía viva.
En ese quirófano de Durango, México, no se oyó el sonido de un corazón detenido, porque el ruido del dinero y de los bisturís ya había ensordecido cualquier signo de humanidad.
El 12 de septiembre, Paloma Nicole entró a una clínica privada con un sueño tan simple como peligroso: verse más bella, más segura, más “perfecta”.
Como tantas otras mujeres, creyó en las promesas de “resultados garantizados y recuperación rápida”. Nadie le dijo que estaba a punto de firmar su propia sentencia.
Bajo las luces del quirófano, el doctor Víctor Rosales Galindo, presentado como “cirujano estético de prestigio”, decidió realizarle tres procedimientos al mismo tiempo: aumento de senos, liposucción y lipotransferencia glútea.
Una combinación que los expertos llaman la trinidad mortal, por el alto riesgo que supone someter al cuerpo a tanto estrés anestésico y fisiológico en una sola operación.

La cirugía duró horas. La anestesia fue prolongada, los signos vitales comenzaron a fluctuar, y aún así nadie detuvo el procedimiento.
Cuando la paciente mostró síntomas de hipotensión severa, dificultad respiratoria e inflamación sistémica, el equipo decidió “esperar y observar”.
Esa espera fue su condena. El 16 de septiembre, Paloma entró en paro cardiorrespiratorio. Intentaron reanimarla, pero ya era tarde. Su cerebro había colapsado, y fue inducida a un coma del que nunca volvió.
La Fiscalía de Durango descubrió que su prueba de COVID-19 era falsa, reutilizada de un examen antiguo. El documento de consentimiento quirúrgico carecía de la firma de su padre biológico, exigida por ley.

Todo estaba cuidadosamente maquillado: papeles en regla, sellos oficiales, protocolos que solo existían en apariencia. Pero detrás de esa fachada clínica, una mujer joven moría lentamente por negligencia.
La industria de la cirugía estética en México vive un auge sin precedentes. Las redes sociales, los filtros y la obsesión por la imagen han impulsado un mercado millonario de “clínicas boutique” que ofrecen belleza inmediata a cualquier precio.
Sin embargo, detrás de sus anuncios luminosos se esconden quirófanos improvisados, cirujanos sin certificación y una ausencia total de vigilancia sanitaria. El caso de Paloma Nicole no es una excepción: es la norma de un sistema que sacrifica vidas por dinero.
“Paloma Nicole no murió… la dejaron morir.”
La frase, pronunciada por un trabajador anónimo del hospital, se viralizó en cuestión de horas. Porque no solo hablaba de ella, sino de todas las víctimas del silencio médico, de aquellas que fueron tratadas como productos y no como personas.

Cuando la ética se reemplaza por el negocio, cuando los gritos de dolor se consideran “efectos secundarios normales”, lo que ocurre en esas salas ya no es medicina, sino una forma legalizada de crueldad.
La muerte de Paloma Nicole es más que un caso de mala praxis: es una grieta moral en el espejo de nuestra sociedad.
Una sociedad que adora los cuerpos perfectos, que glorifica el bisturí, pero ignora las bolsas mortuorias que deja a su paso. Celebramos el “avance tecnológico en la estética”, pero callamos ante los cadáveres que produce.
Y lo más aterrador es que todo sigue igual: nuevas citas, nuevos anuncios, nuevos cuerpos que entran al quirófano sin saber si saldrán con vida. Solo hay una certeza: Paloma Nicole está muerta… y aún hay quienes siguen haciendo dinero sobre su cuerpo.