Ciudad de México. Una mañana gris de octubre, Jacqueline permanece inmóvil en una pequeña habitación. La luz que entra por la ventana ilumina su rostro cansado, sus ojos hundidos por noches enteras sin dormir.
Cuando el periodista le pregunta, sonríe débilmente —una sonrisa rota, de esas que solo conocen las madres que ya no tienen lágrimas. “Me faltaban tres minutos para verla llegar… Solo tres minutos, y habría podido abrazar a mi hija.”
Esa frase, que parece un suspiro, es en realidad un grito ahogado. Desde el 2 de octubre, el día en que Kimberly desapareció, el tiempo dejó de tener horas o días: para Jacqueline, se mide en latidos de dolor.
“Es una tortura, es un martirio,” dice con la voz temblorosa. “No puedo permitirme caer, porque si me derrumbo, nadie más buscará a Kimberly.”

Rechaza la ayuda psicológica, no busca descanso ni consuelo. “No tengo tiempo para sanar —solo tengo tiempo para buscarla.”
Y aun así, en medio del sufrimiento, conserva algo casi imposible: la fe. “No tengo venganza para nadie. Si debo perdonar para que mi hija regrese, lo haré.”
El 2 de octubre parecía un día cualquiera. Kimberly salió de casa para fotocopiar unos documentos y comprar un helado.
No llevaba celular; iba a regresar enseguida. Jacqueline estaba en la oficina, después de tres días de home office. “Tuve un mal presentimiento esa mañana. Debí quedarme en casa,” recuerda.
A las 6:30 de la tarde, su hijo mayor llegó y preguntó: “Mamá, ¿dónde está Kim?”. Fue entonces cuando comprendieron que algo iba mal. Llamaron a familiares, recorrieron el barrio, preguntaron puerta por puerta.

El trayecto habitual de Kimberly pasaba por una calle transitada y bien iluminada. Pero esa tarde tomó un atajo, una calle solitaria. Y allí, a solo tres minutos de su casa, su rastro se perdió.
Tres minutos. Una distancia mínima, pero cruel.
Esa misma noche, Jacqueline acudió al Ministerio Público para denunciar la desaparición. Sin embargo, la denuncia quedó inmóvil hasta la mañana siguiente.
La Alerta Amber se activó recién a las 9:30 del día 3.
“Cada minuto que pasa es una herida,” dice. “En cada segundo, mi hija podría estar más lejos… o en peligro.”
Jacqueline no acusa directamente, pero denuncia lo evidente: la lentitud del sistema. “Trabajan, sí, pero sin urgencia.

No hay tecnología, no hay coordinación. Mientras en otros países usan cámaras, rastreo, reconocimiento facial, aquí seguimos buscando a pie, preguntando casa por casa. Cada minuto perdido es esperanza que se apaga.”
Los días siguientes se convirtieron en una lucha desigual. Cada imputado tiene tres abogados; Jacqueline apenas puede pagar a su asesor jurídico. “No temo que tengan dinero, temo que la justicia tenga precio,” afirma.
El 3 o 4 de octubre, ella y su esposo Miguel se sometieron a pruebas genéticas. En el cateo de un taller mecánico, las autoridades hallaron unas botas con manchas hemáticas.
“Dicen que el ADN coincide,” comenta en voz baja. “Pero no quiero confirmar nada. Solo quiero que trabajen bien, rápido, y con verdad.”

Desde que la foto de Kimberly apareció en los boletines, Jacqueline ha sido blanco de insultos y amenazas.
“Me dicen mentirosa, me llaman loca,” relata. Una de las hijas de los sospechosos declaró públicamente que todo es “un montaje”. Jacqueline no responde. “No tengo que explicarle nada a nadie. Yo no acuso; solo busco a mi hija.”
El día de la entrevista, recibió un aviso: la audiencia sería a las 12:30 del mediodía. Irá, sin importar lo que ocurra. “No puedo detenerme.
Tengo que llegar al final,” dice, aferrando una foto de Kimberly —una adolescente de sonrisa dulce y cabello largo, que parece mirarla desde otro tiempo.

Mientras espera, Jacqueline se unió a colectivos como Madres Buscadoras de Luciérnagas, un grupo de mujeres que buscan a sus hijos desaparecidos. “Cada madre es una historia de pérdida, pero también de coraje. Ellas me sostienen.”
Cada día reza, con una convicción que no se apaga. “Sé que mi hija está viva. Lo siento en mi corazón.”
El presentador promete seguir el caso. Cuando las cámaras se apagan, Jacqueline se levanta, toma la foto de Kimberly y sale de cuadro. No hay lágrimas, solo silencio.
El silencio de una madre que no se rinde.
Tres minutos. La distancia entre la esperanza y la tragedia. Entre la vida y la ausencia.
Y el juramento de una mujer que, mientras respire, no dejará de buscar a su hija.