El 17 de diciembre de 2025, Cúcuta amaneció con una noticia que no tardó en cruzar fronteras. Vivian Polanía, jueza penal municipal, había sido encontrada sin vida en su apartamento. Al principio, la información fue escueta, casi clínica, pero bastó para desatar una conmoción que no se explicaba solo por la muerte de una funcionaria judicial, sino por todo lo que su nombre representaba dentro y fuera del sistema.
Porque Vivian Polanía no era una jueza cualquiera.
Era una figura pública, una mujer que había desafiado las formas tradicionales del poder judicial colombiano y que, por esa misma razón, había sido observada, cuestionada y reducida durante años a una imagen incompleta. Su muerte no cerró una historia, la abrió.
Para entender lo que ocurrió, es necesario retroceder y desmontar la caricatura.

Vivian Polanía nació en Bogotá en 1987 y se formó como abogada en la Universidad Católica de Colombia, con una especialización en derecho constitucional en la Universidad del Rosario. No fue una llegada improvisada a la judicatura ni una carrera construida desde la notoriedad. Su recorrido inicial incluyó trabajo en la Corte Suprema de Justicia y en el Consejo Seccional de la Judicatura, espacios donde el rigor técnico y la disciplina institucional no admiten atajos.
Ese detalle suele perderse cuando se habla de ella.
Antes de convertirse en un fenómeno mediático, fue una funcionaria que conocía el sistema desde dentro, que entendía sus engranajes, sus silencios y sus límites. Su traslado a Cúcuta en 2018 marcó un punto decisivo. Asumir como jueza penal municipal en una ciudad fronteriza significaba operar en uno de los escenarios judiciales más complejos del país, atravesado por migración, economías ilegales y una presión constante sobre quienes administran justicia.
Como jueza de control de garantías, sus decisiones tenían impacto inmediato sobre libertades individuales y etapas críticas del proceso penal.
Pero lo que terminó redefiniendo su historia no ocurrió en los estrados, sino fuera de ellos.
Vivian Polanía eligió no vivir su vida privada en el anonimato. A través de redes sociales, mostró su cotidianidad como mujer, deportista, madre y figura pública. Esa exposición, que ella defendía como parte de su autonomía personal, chocó frontalmente con una judicatura construida sobre la reserva, la sobriedad y reglas no escritas sobre cómo debe verse y comportarse una jueza.

Ahí comenzó la tensión.
Para algunos sectores, su presencia digital representaba una amenaza a la imagen institucional. Para otros, era una expresión legítima de derechos constitucionales como el libre desarrollo de la personalidad. Lo cierto es que su figura se volvió simbólica, condensando debates sobre género, poder y control social dentro del sistema judicial.
Con el tiempo, esa visibilidad tuvo consecuencias.
En 2020 recibió advertencias institucionales relacionadas con su comportamiento público. Más adelante, procesos disciplinarios y una suspensión entre 2022 y 2023 marcaron el punto más crítico de su carrera. No se la acusó de corrupción ni de manipulación de procesos, sino de transgredir límites estéticos y conductuales asociados al decoro judicial.
El conflicto no fue sobre el fondo, sino sobre la forma.
Ese matiz es fundamental para entender por qué su caso generó tanta polarización. Mientras unos veían sanciones necesarias para proteger la imagen de la justicia, otros denunciaban una respuesta desproporcionada, atravesada por prejuicios de género y una visión conservadora del poder judicial.
Vivian Polanía quedó atrapada en esa grieta.

Sin embargo, en los meses previos a su muerte, su nombre había comenzado a desaparecer del centro del debate. Lejos de la exposición constante, su vida entraba en una etapa distinta, marcada por transformaciones personales profundas. La maternidad reciente redefinía prioridades, rutinas y silencios. Ya no era la figura omnipresente de las redes ni el blanco permanente de la polémica.
Era una mujer en tránsito.
Ese contexto resulta clave para comprender sus últimos días. No existen registros oficiales de amenazas recientes, ni de conflictos judiciales extraordinarios vinculados a su labor. Tampoco se ha informado de procesos disciplinarios activos de alto impacto en el periodo inmediato previo a su fallecimiento.
El ruido mediático había bajado.
Y entonces llegó el 17 de diciembre.
Ese día, las autoridades ingresaron a su apartamento en Cúcuta y la encontraron sin vida. El lugar fue asegurado, se activaron los protocolos forenses y comenzó una investigación que desde el primer momento se manejó con extrema prudencia. Uno de los elementos más sensibles fue la presencia de su bebé en el lugar, quien fue trasladado de inmediato para recibir atención médica.
El impacto humano fue inmediato.
Desde el punto de vista investigativo, cada detalle pasó a ser relevante. La disposición del espacio, el entorno doméstico, los tiempos estimados y las horas previas comenzaron a analizarse sin emitir conclusiones apresuradas. La comunicación oficial fue mínima, limitada a confirmar el hallazgo y la apertura formal del proceso.
No hubo versiones definitivas.
Eso no detuvo las preguntas.

¿Qué ocurrió realmente en esas horas previas?
¿Existían señales que no se vieron?
¿Estamos ante una tragedia íntima o frente a algo más complejo?
Las líneas de investigación se estructuraron de manera integral. Por un lado, el análisis médico-legal para establecer con precisión la causa del fallecimiento. Por otro, la revisión de su contexto personal y familiar reciente. De forma paralela, se evaluó su situación profesional inmediata, sin que hasta ahora se haya confirmado un vínculo directo entre su muerte y su rol judicial.
La prudencia ha sido la constante.
Las autoridades han evitado cerrar el caso bajo una sola hipótesis, insistiendo en que cualquier conclusión dependerá exclusivamente de evidencia técnica verificable. Esta cautela, aunque genera incertidumbre pública, responde a la necesidad de proteger la integridad del proceso en un caso de alta exposición mediática.
Lo que se sabe hasta ahora es, precisamente, lo que no se ha confirmado.
No hay dictamen final.
No hay versión oficial definitiva.
No hay una narrativa cerrada.
Y en ese vacío controlado emerge una verdad más incómoda.
La historia de Vivian Polanía no puede reducirse a una etiqueta, ni su muerte a un titular rápido. Fue una jueza formada en el corazón del sistema judicial, una mujer que desafió moldes rígidos y pagó el costo de hacerlo en un entorno que castiga la disidencia estética y simbólica.
Su vida expuso las fisuras de una institución que aún lucha por adaptarse a nuevas identidades.
Su muerte, en cambio, obliga a mirar con más cuidado, sin prejuicios ni conclusiones anticipadas. Porque detrás de la figura pública hubo una persona real, con silencios, procesos internos y una etapa vital profundamente sensible.
La investigación continúa.
Y mientras tanto, la pregunta permanece abierta, flotando entre el rigor judicial y la memoria colectiva.
¿Estamos dispuestos a conocer la verdad completa, incluso si resulta más incómoda de lo que esperamos?