México creyó haber pasado la página de la trágica muerte del joven actor Octavio Ocaña, quien interpretó al entrañable “Benito Rivers” en la serie Vecinos.
Sin embargo, cada detalle resurgido vuelve a encender la indignación pública: ¿la justicia se está aplicando finalmente, o se trata de una maniobra para restaurar la confianza en un sistema aún corroído?
La captura de Gerardo Rodríguez García, ex policía y único fugitivo del caso, ha puesto nuevamente en el centro del debate las contradicciones y los silencios que jamás se aclararon.
La noche del 29 de octubre de 2021, en Cuautitlán Izcalli, la vida de un artista en ascenso se detuvo abruptamente. Octavio Ocaña, de 22 años, conducía una Jeep Gran Cherokee junto a dos amigos.
Una patrulla municipal, conducida por Gerardo Rodríguez e integrada también por el agente Leopoldo Azuara, intentó detenerlos bajo un pretexto vago: “sospecha de consumo de alcohol”.
Octavio no se detuvo, lo que desencadenó una persecución a gran velocidad. La camioneta terminó chocando y, pocos minutos después, el actor fue encontrado con una herida de impacto en la cabeza. Desde ese momento comenzó una disputa por la verdad.
La Fiscalía General de Justicia del Estado de México sostuvo que Ocaña se provocó accidentalmente la lesión con un arma que portaba en la guantera del vehículo.
Pero la familia —encabezada por su hermana, Berta Ocaña— rechazó la versión oficial desde el primer momento.

Peritajes independientes, financiados por los propios familiares, concluyeron que los disparos provenían del exterior del vehículo. También señalaron alteraciones en la escena del hecho y un uso de la fuerza excesivo e injustificado.
Las redes sociales explotaron y la presión ciudadana obligó a reabrir el expediente. En 2023, el policía Leopoldo Azuara fue sentenciado a 20 años y 9 meses de prisión.
Pero Gerardo Rodríguez, conductor de la patrulla aquella noche, ya había desaparecido. Sobre él pesaba una orden de captura con recompensa, pero su rastro se desvaneció.
Durante cuatro años, Gerardo vivió como una sombra. Se refugió en Tuxpan, Veracruz, concretamente en el barrio humilde de Juana Moza, cercano al río Pánuco.

Cambió de apariencia, dejó crecer su cabello y barba, evitó cualquier contacto innecesario y manejó únicamente efectivo. Para los vecinos, era solo un hombre silencioso que entraba y salía con el amanecer o la noche cerrada.
La opinión pública comprendió que nadie puede permanecer prófugo tanto tiempo sin apoyo.
Tras filtraciones sobre transferencias bancarias disfrazadas de pagos por servicios a un ex policía de Tuxpan, se reforzaron las sospechas de una red de protección articulada por viejos contactos de Rodríguez en el Estado de México.
Esa telaraña de favores y dinero sucio fue la que, presuntamente, le otorgó impunidad por años.

A finales de 2024, cuando parecía que el caso se apagaría en el olvido, ocurrió un giro decisivo. Omar García Harfuch, titular de Seguridad y Protección Ciudadana, ordenó una operación especial denominada “Operación Eco”.
Harfuch declaró que la muerte de Ocaña era el símbolo de una podredumbre institucional que ya no podía tolerarse. Para él, detener a Rodríguez era más que cumplir con la ley: era enviar un mensaje contra la impunidad.
La operación fue ejecutada con precisión quirúrgica. Agentes encubiertos se infiltraron como pescadores, vendedores ambulantes y trabajadores locales.
Drones térmicos sobrevolaron Juana Moza en horarios aleatorios. Sistemas de intervención detectaron un teléfono desechable que realizaba breves llamadas hacia Cuautitlán Izcalli. Todo indicaba que Gerardo nunca había estado solo.
A las 14:30 del domingo 25 de mayo de 2025, los equipos tácticos cerraron el cerco. Al escuchar el zumbido de los drones, Rodríguez intentó llegar a la zona pantanosa, aunque no tuvo oportunidad. Fue capturado sin resistencia.

Entre sus pertenencias se halló un cuaderno con nombres abreviados y cifras, presuntamente vinculadas a pagos y apoyos recibidos durante su fuga. Ese documento podría convertirse en la clave para abrir una nueva línea de investigación.
La familia Ocaña recibió la noticia con lágrimas y alivio. “Es un triunfo de la justicia, pero todavía no es justicia completa”, escribió Berta en redes sociales.
La herida aún está abierta. Para ella y miles de mexicanos, la pregunta es simple y devastadora: si capturaron al fugitivo, ¿qué pasa con quienes lo ayudaron?
Y es allí donde se encuentra el verdadero desafío. ¿Cuántos involucrados, quizá más poderosos, permanecen fuera del escrutinio público? ¿Cuánto sabía la red de mando? ¿Por qué se manipuló la escena? El caso Ocaña, lejos de cerrarse, apunta a un sistema que protege más a los uniformados involucrados en abusos que a las víctimas de sus actos.

Gerardo trasegó cuatro años por México gracias a una estructura corrupta que aún no se ha tocado. Si él representa la punta del iceberg, lo que permanece bajo el agua puede resultar aún más inquietante.
La Operación Eco terminó con una captura, pero inició una batalla que determinará si México está dispuesto a romper de verdad con la impunidad.
Un país no puede sanar mientras los responsables intelectuales o los encubridores continúen blindados por su poder.
La justicia para Octavio Ocaña no se alcanzará hasta que se conozca toda la verdad: quién disparó, quién manipuló las pruebas y quién permitió que la mentira se impusiera durante tanto tiempo.
Harfuch afirmó: “Golpeamos al símbolo de la impunidad”. Sin embargo, la ciudadanía es más directa: un símbolo no es suficiente. Las familias mexicanas se preguntan: tras la caída del último prófugo,
¿cuántos siguen libres y protegidos en las sombras?