Ciudad de México – Tenía una voz de terciopelo capaz de romper el alma más dura. Con solo 34 años, Javier Solís ya era un dios de la música ranchera, pero su vida terminó de forma abrupta, misteriosa… y para muchos, premeditada.
El 19 de abril de 1966, mientras México estrenaba “Amigo Organillero”, la canción que hablaba del olvido y la muerte, el país entero lloraba la pérdida de su autor. El destino, cruel y simbólico, había hecho coincidir el lanzamiento con la noticia de su fallecimiento.
Aunque la versión oficial habló de una infección en los conductos biliares, los rumores nunca cesaron. Algunos aseguraban que fue víctima de una venganza presidencial por un amor prohibido con la actriz Irma Serrano, “La Tigresa”, quien habría estado ligada sentimentalmente al entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz. Otros, simplemente, creen que sabía que moriría joven: “No voy a llegar a viejo”, repetía Solís a quienes lo conocían.
Nacido Gabriel Siria Levario, creció en la adversidad, trabajó como carnicero y fue descubierto por azar. En solo 9 años grabó más de 300 canciones y 30 películas, y se ganó un lugar eterno junto a Pedro Infante y Jorge Negrete.
Pero lo más doloroso no fue cómo murió, sino todo lo que no pudo vivir. Solís jamás disfrutó plenamente del éxito global que le esperaba. Su carrera estaba en la cima. Su voz, aún hoy, resuena como un lamento que no quiere apagarse.
¿Fue solo una tragedia médica? ¿O México perdió a su ídolo por razones más oscuras de lo que imaginamos? Sea cual sea la verdad, lo único seguro es que la leyenda de Javier Solís no ha hecho más que empezar.