Uruapan enfrenta uno de los actos de traición más graves en la historia reciente de su seguridad pública: los siete escoltas más cercanos del alcalde Carlos Manso fueron detenidos por haberlo vendido al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Detrás de las placas oficiales, de los chalecos antibalas y de la imagen profesional que ofrecían frente al público, operaban pagos clandestinos, amenazas contra sus familias, deudas impagables y una red de infiltración criminal que terminó con un asesinato brutal ante cientos de ciudadanos —y frente a los ojos del hijo de cuatro años del alcalde.
La ciudad está conmocionada. El estado, expuesto. Y la clase política, cada día más acorralada por las revelaciones.

La investigación avanzó con una profundidad pocas veces vista: 143 declaraciones, miles de horas de análisis de siete cámaras de seguridad, 35.000 transacciones bancarias revisadas y una reconstrucción segundo a segundo de los hechos en la Casa de la Cultura.
Cada pieza apuntaba a la misma conclusión inquietante: la muerte de Manso no fue una acción aislada, sino el resultado de una traición cuidadosamente construida, ejecutada por personas en quien él depositó su vida.
Todo cambió cuando Javier Medina Torres, jefe del equipo de escoltas, se quebró durante su interrogatorio.
Su testimonio abrió las puertas a un entramado de complicidades: escoltas comprados con pagos fragmentados, agentes amenazados a través de familiares en prisión, y órdenes procedentes presuntamente de oficinas estatales.

Medina confesó que al principio solo filtraba información: rutas, horarios, eventos sin chaleco antibalas. Cuando quiso detenerse, el CJNG le envió fotos de sus hijos, un mensaje que no requería explicación.
Doce minutos antes del atentado, Medina recibió una llamada de 43 segundos. No provenía de un sicario, sino de alguien con acceso institucional, según sus palabras.
Era la confirmación de que el objetivo estaba en posición. Después de colgar, Medina se apartó deliberadamente del anillo de seguridad, abriendo el corredor por donde entraría el atacante.
Había recibido 62.000 pesos a cambio de destruir su vida profesional, su integridad y, finalmente, de entregar a su propio jefe.

Rodrigo Campos Ibarra, encargado de coordinar rutas y protocolos, modificó la seguridad de manera imperceptible durante semanas.
Redujo personal, alteró caminos sin justificación y emitió instrucciones falsificadas con el nombre de Manso para aflojar las medidas de protección.
En sus declaraciones reconoció haber recibido órdenes de una oficina estatal en Morelia, supuestamente bajo el argumento de que la seguridad del alcalde era “exagerada”. Campos recibió 48.000 pesos, un precio irrisorio frente a la magnitud de su traición.
El caso de Hugo Rentería Solís es el más brutal. Fue presionado a través de su hermano, preso por extorsión.

A cambio de protección para él dentro del penal, Rentería aceptó una función escalofriante: ejecutar al sicario si quedaba vivo.
Cuando Víctor Manuel, un joven de 17 años posiblemente drogado, fue sometido por ciudadanos, Rentería se acercó sin prisa, desenfundó su arma y le disparó en la cabeza frente a 54 testigos. No fue un impulso: fue cumplimiento estricto del “protocolo criminal.”
Los cuatro escoltas restantes —Marcos Ávila Durán, Daniel Ochoa Fermín, Luis Alberto Paredes Chávez y Ernesto Beltrán Ruiz— fueron el muro que nunca se movió.
Todos vieron al agresor aproximarse. Ninguno activó alertas. Recibieron pagos mínimos: montos de 3.000 a 7.000 pesos que, sin embargo, los ataban de manera irreversible al complot.

Detrás del ataque estaba la maquinaria del CJNG. Ramón Álvarez Ayala “El Runo”, uno de los hombres más poderosos del cártel, habría dado la orden definitiva.
El administrador local, “El Licenciado”, detenido el 18 de noviembre, coordinó los movimientos. Entre sus mensajes se encontró una instrucción escalofriante: “Dispárenle aunque esté con quien esté. Tiene que hacerse hoy.”
El arma usada para matar a Manso estaba relacionada con tres homicidios previos en octubre. Dos cómplices del joven sicario —Ramiro y Fernando Josué— fueron ejecutados por el CJNG el 10 de noviembre. Limpieza interna. Silencio garantizado.
Lo más perturbador es el nivel de presunta complicidad estatal. Medina admitió que cada vez que Manso solicitaba reforzar su seguridad —activó el “código rojo” seis veces— él enviaba copia de la solicitud a El Licenciado.

Campos aseguró haber recibido órdenes directas para reducir la protección del alcalde. Y en el teléfono del jefe criminal se hallaron conversaciones con funcionarios de Morelia sobre rutas, horarios y movimientos del alcalde días antes del atentado.
La indignación creció cuando resurgió un video del gobernador Alfredo Ramírez Bedoya burlándose de Manso semanas antes del asesinato, preguntándole en tono de burla cuántos criminales había matado. Muchos ven ahora esa escena con una sombra siniestra.
La noche del crimen fue un espanto colectivo. El sicario disparó siete veces. Carlos Manso cayó. Y junto a él cayó su hijo Dylan, de cuatro años, que iba sentado sobre los hombros del alcalde.
El niño quedó cubierto completamente de la sangre de su padre, gritando en shock. Los siete escoltas —los mismos que debían interponerse entre el alcalde y la muerte— observaron inmóviles.
Este caso ha trascendido la categoría de homicidio. Es un espejo terrible que revela cómo un sistema puede ser perforado desde dentro, cómo la corrupción puede viajar desde un sobre lleno de billetes hasta las oficinas más altas del gobierno.
Hoy la pregunta que resuena no es “¿Quién mató a Manso?”, sino:
¿Cuántos permitieron que lo mataran?