Aquella noche del 15 de octubre, en el aparentemente silencioso cuartel del Batallón 51 de la Marina en Acapulco, dos disparos rompieron la calma
y el pacto de silencio de una institución donde el poder y la obediencia se confunden con impunidad.
El parte oficial fue breve y frío: “accidente durante una práctica de tiro.” Pero en cuestión de horas, las grietas del encubrimiento comenzaron a aparecer: una página arrancada del libro de guardia, un soldado desaparecido y el cuerpo de una joven militar con dos balas en la cabeza.
La víctima era Stefanie Carmona Rojas, de 19 años, soldado recién incorporada a la Marina. El presunto responsable: el cabo segundo Yair Manuel Ramírez de la Cruz, quien mantenía con ella un historial de hostigamiento.

Fue detenido pocas horas después en una operación relámpago dirigida por las fuerzas bajo el mando de Omar García Harfuch, secretario de Seguridad Federal.
El caso de Stefanie no solo reveló un crimen atroz, sino también un sistema interno corrompido, donde el acoso, las represalias y el miedo se esconden bajo la fachada de la disciplina y el honor.
Según el expediente forense, el hecho ocurrió alrededor de las 22:45. Stefanie fue hallada tendida en el pasillo del dormitorio femenino, con uniforme, pero sin chaleco táctico ni casco.
Recibió dos disparos de arma 9 mm a corta distancia, ambos en la cabeza. No había señales de lucha, ni residuos de pólvora en sus manos. Además, el campo de tiro estaba cerrado esa noche. Todo apuntaba a una ejecución.

El registro de guardia presentaba irregularidades: entre las 22:00 y las 23:00, faltaba una página. El centinela afirmó no haber escuchado nada, pese a que los disparos se realizaron a menos de 50 metros de su puesto.
A las 23:18, las cámaras captaron a Ramírez saliendo del cuartel con su uniforme y una mochila al hombro. Nadie lo detuvo. Nadie preguntó. Desapareció en la oscuridad de Acapulco.
La búsqueda se llevó a cabo en absoluto sigilo. Harfuch ordenó mantener la operación confidencial para evitar fugas de información. Los analistas rastrearon su teléfono y ubicaron su última señal a las 2:30 de la madrugada en la Costera Miguel Alemán.
A las 05:42, un grupo táctico irrumpió en una vivienda de dos pisos en la colonia Progreso. Ramírez fue detenido al salir.

En su mochila se encontró una chaqueta táctica manchada con sangre del grupo A+, que coincidía en un 99,9 % con la de Stefanie. También dio positivo a residuos de pólvora.
El arma asignada a Ramírez, una pistola Beretta 9 mm retirada del arsenal sin autorización, no fue hallada de inmediato, pero las balas extraídas del cuerpo de la víctima coincidían con su cañón. No había margen de duda: fue un asesinato deliberado.
El contenido del teléfono del agresor reveló aún más. Entre los mensajes borrados se leían advertencias y amenazas. Stefanie había escrito días antes: “No voy a callar más. Tengo pruebas y las voy a entregar.”
Ella había denunciado el acoso de Ramírez desde mayo ante su superior directo, el capitán Reyes, sin recibir respuesta.
En julio, después de negarse a obedecer una orden humillante, fue castigada con guardias adicionales por “insubordinación”. Había solicitado su traslado en dos ocasiones, alegando un “ambiente laboral hostil”.

Una compañera declaró que Stefanie temía por su vida, pero se negaba a ceder. “Si me callo —le dijo—, lo harán con otra.”
Durante su declaración, Ramírez confesó haber disparado “por orden superior”. Aquellas palabras desataron un terremoto dentro de la institución. ¿Quién dio la orden? ¿Por qué? ¿Y cuántos más estaban implicados?
El registro digital del capitán Reyes contenía una carpeta con fotografías de mujeres militares tomadas sin su consentimiento.
Además, se descubrió un grupo de chat con 14 oficiales de alto rango, donde se hablaba de “ajustar los reportes” y “controlar a las problemáticas”. En un mensaje del 9 de octubre se leía: “Ya fue a Derechos Humanos. Muévanla antes de que estalle esto.”

Cuando el caso salió a la luz, las redes sociales se incendiaron. El hashtag #JusticiaParaStefanie se viralizó en cuestión de horas.
Ante la presión pública, Harfuch anunció la creación de una comisión especial y calificó el hecho como “una muestra brutal de cómo la corrupción y el silencio pueden matar”.
El 18 de octubre, el capitán Reyes y el teniente Paredes fueron detenidos. Videos internos mostraban que ambos organizaban fiestas con alcohol dentro del cuartel y sancionaban a las mujeres que se negaban a participar. Fueron acusados de encubrimiento y abuso de autoridad.
Ramírez fue procesado por feminicidio agravado. En su primera audiencia, no mostró arrepentimiento. Solo dijo: “Hice lo que me ordenaron.”
El asesinato de Stefanie desató una ola de indignación en todo México. Decenas de mujeres militares comenzaron a contar sus propias historias de acoso y amenazas.
La Comisión Nacional de Derechos Humanos abrió una investigación nacional sobre la violencia de género en las fuerzas armadas.

Las autoridades ahora investigan al menos ocho casos adicionales de muertes clasificadas como “accidentes de entrenamiento”, con patrones similares de manipulación y silencio.
Pero lo más doloroso sigue siendo el tiempo perdido: veinticinco minutos entre los disparos y la salida del agresor del cuartel. Veinticinco minutos de silencio cómplice. Nadie corrió, nadie pidió ayuda.
Stefanie creía en el uniforme, en el honor, en la justicia. Su lealtad fue traicionada por un sistema que prefirió cuidar su imagen antes que su vida.
Como dijo Harfuch en su conferencia:
“Ningún honor merece ser preservado si está construido sobre la sangre y el miedo.”
Esta vez, México espera que esas palabras no se pierdan en el eco de otro expediente cerrado, sino que se conviertan en la voz que devuelva justicia a una joven de 19 años que solo quiso decir la verdad.