Aquella mañana del 1 de mayo de 2015, la niebla cubría las montañas de Villa Purificación. Un joven agente, tendido sobre la colina norte, sostenía su rifle con las manos firmes.
A través de la mira telescópica, distinguía el rostro del hombre con barba corta, gorra y camisa a cuadros. Era Nemesio Oseguera Cervantes, alias El Mencho, el líder del Cártel Jalisco Nueva Generación.
La distancia: 600 metros. El ángulo: perfecto. Un solo movimiento del dedo habría cambiado la historia de México.
Pero la orden llegó por radio: “No dispares. Repito, no dispares.”

Diez minutos después, el cielo de Jalisco ardía.
Ricardo había nacido en Tonalá, en una familia donde la disciplina era una herencia. Su abuelo fue policía durante treinta años; su padre, un mecánico austero.
Desde pequeño aprendió que el uniforme se lleva con honor o no se lleva. A los 22 años ingresó en la Academia Federal de Policía y se graduó octavo de una promoción de 120.
Durante el entrenamiento, un instructor descubrió su precisión extraordinaria: mientras los demás acertaban a 100 metros, Ricardo lo hacía a 300.
Fue enviado al curso de francotiradores de élite, ocho meses de infierno donde aprendían a calcular viento, humedad, temperatura y hasta la rotación de la Tierra. Cada disparo era una ecuación entre la vida y la muerte. Ricardo terminó primero de su clase.

Le entregaron un rifle Lapua Magnum .338, el arma más precisa del país. En la ceremonia de graduación, su madre le regaló un rosario y le pidió que jurara usar su arma solo para proteger a los inocentes. Desde entonces, Ricardo nunca entraba en combate sin besarlo antes de apuntar.
Cuando se anunció la operación para capturar a El Mencho, Ricardo sabía que sería una misión sin retorno.
El objetivo: detener vivo al hombre más buscado de México, el líder de una organización que había desafiado abiertamente al Estado. La operación involucró a 30 agentes del GOPES, 20 militares, un helicóptero Cougar y 12 bloqueos terrestres.
Ricardo fue asignado a la colina norte, con la misión de observar y neutralizar al objetivo si era necesario. A las 9:10 de la mañana, divisó a El Mencho saliendo del patio trasero de una casa rural, hablando por teléfono. Informó por radio: “Objetivo a la vista.” La respuesta fue fría: “Negativo. No dispares.”

Minutos después, el sonido de las hélices del Cougar retumbó en el valle. El Mencho comenzó a correr hacia una arboleda. Ricardo solicitó permiso una vez más:
—“Solicito autorización para neutralizar.”
—“Negativo. Repite: no dispares.”
Soltó el gatillo. Entonces escuchó un silbido agudo. Desde el suelo, una estela blanca se elevó hacia el cielo. El misil golpeó el helicóptero. Una bola de fuego anaranjada estalló. El Cougar comenzó a girar y cayó envuelto en llamas.
“Ese fue el momento en que conocí el infierno”, recordaría Ricardo años después. “Todo se volvió humo, fuego y gritos.”
A través del visor, vio columnas de humo al este y al sur: una emboscada perfectamente coordinada. En cuestión de minutos, la operación colapsó. Las comunicaciones se cortaron. Las unidades en tierra pedían apoyo, rodeadas por fuego enemigo.

Seis miembros de la tripulación del Cougar murieron en el acto. En San Sebastián del Oeste, quince policías estatales fueron emboscados: nueve murieron, entre ellos Martín Ochoa, antiguo compañero de Ricardo en la academia.
En total, veinte agentes perdieron la vida.
La prensa bautizó aquel día como “El Viernes Negro de Jalisco”.
CJNG respondió con una ola de violencia sin precedentes: 39 autobuses incendiados, 11 bancos destruidos, 16 gasolineras en llamas. Era su mensaje al Gobierno: “No pueden tocarnos.”
Ricardo sobrevivió, pero dejó de ser el mismo. No dormía, no comía. Cada noche revivía la caída del Cougar. Se culpaba por no haber disparado. “Si hubiera apretado el gatillo, mis compañeros estarían vivos”, se repetía.
Un año después, durante el funeral de Martín, la madre del fallecido lo miró a los ojos y le preguntó: “¿Por qué no disparaste cuando pudiste?” Esa pregunta lo persiguió durante años.

Se refugió en el alcohol. Hasta una noche en la que, con la pistola en la mano, estuvo a punto de acabar con todo. En ese instante, su hijo de tres años, Santiago, entró en la habitación.
Ricardo bajó el arma.
Días más tarde, un sacerdote lo escuchó en confesión y le dijo: “Dios no te salvó para matar a El Mencho. Te salvó para cuidar de los que él dejó atrás.”
Así nació el Fondo de Ayuda para las Familias Caídas, que Ricardo financió con el 20% de su salario. Empezó ayudando a 32 huérfanos, hijos de los caídos en la operación. Con los años, el fondo se amplió y hoy sostiene a más de 50 familias.
Ricardo dejó el campo de batalla y se convirtió en instructor de francotiradores. Enseña no solo a disparar, sino a pensar. “Si tienes un tiro limpio, hazlo. No siempre hay tiempo para esperar una orden. Las órdenes ciegas matan.”

Su filosofía marcó a toda una generación de tiradores: el deber no es obedecer sin pensar, sino proteger la vida.
En diez años, ha formado a más de quinientos francotiradores. En su escritorio conserva una foto antigua: seis hombres delante del helicóptero Cougar, todos muertos aquel día. Junto a la imagen, el rosario de madera que su madre le dio.
Cuando le preguntan si se arrepiente, Ricardo sonríe con serenidad. “Antes creía que mi misión era eliminar a El Mencho. Ahora sé que era salvar a los que él destruyó. La bala que no disparé… me salvó a mí.”
La historia de Ricardo es la de un hombre que vivió entre el deber y la conciencia, entre la culpa y la redención.
En la guerra contra el crimen, no siempre el que dispara es el héroe, ni el que duda es el cobarde. A veces, el silencio de un disparo puede resonar más fuerte que su estruendo.
En Jalisco, muchos aún recuerdan aquel viernes como una cicatriz abierta. Pero para Ricardo, fue el inicio de una nueva vida: la del soldado que encontró la paz no en la muerte del enemigo, sino en el perdón.