Lo llamaron “el operativo de búsqueda más grande en la historia de Naucalpan”.
Pero para muchos, aquello no fue justicia, sino una escenografía cuidadosamente montada, donde las luces de las cámaras, el zumbido de los drones y los uniformes tácticos se mezclaron para producir la ilusión de que el Estado estaba actuando.
Veinte días después de la desaparición de la joven Kimberly Moya, el país sigue sin saber dónde está.
En cambio, ha presenciado un espectáculo monumental, transmitido y compartido en redes sociales como si fuera una victoria.

El 22 de octubre, decenas de agentes, vehículos blindados, binomios caninos y equipos de rastreo fueron desplegados por toda la zona de Naucalpan.
Drones sobrevolaban cada metro de terreno, las cámaras seguían cada paso de los policías. La Fiscalía del Estado lo presentó como “un esfuerzo integral” para “buscar rastros de Kimberly”. Pero para muchos observadores, fue la señal más clara de una desesperación institucional.
Si, como asegura la propia Fiscalía, ya tenían confesiones, pruebas científicas y a dos detenidos, ¿por qué la necesidad de “buscar”? Nadie excava el suelo ni revisa los ríos cuando ya conoce el lugar exacto.
Y menos aún se organiza una operación mediática cuando la verdad está clara.
Varios analistas sostienen que el operativo no fue una búsqueda real, sino una estrategia de control narrativo.

Una forma de la Fiscalía de recuperar el espacio mediático perdido tras errores, contradicciones y sospechas. No estaban buscando a Kimberly, estaban buscando recuperar la credibilidad.
En medio de todo, surgieron dos nombres: Gabriel y Paulo. Ambos detenidos, ambos vinculados a proceso.
Su silencio absoluto se ha convertido en el centro del misterio. No hablan, no confiesan, no se defienden. Y esa decisión, lejos de aclarar las cosas, ha hundido aún más la credibilidad de la investigación.
Para algunos, ellos son inocentes, víctimas de un montaje total, tal como lo afirma la familia de Gabriel, que sostiene que la bota hallada “no pertenece a Kimberly” y que la Fiscalía está desesperada por hallar pruebas reales para sostener el teatro que montó.

Otros creen que sí son culpables, pero peones dentro de un juego mayor. Su silencio sería parte de un pacto de lealtad, miedo o protección a alguien más poderoso.
En cualquiera de los dos escenarios, la conclusión es la misma: la Fiscalía miente, Kimberly sigue desaparecida, y el público ha sido convertido en espectador de una farsa judicial.
Mientras tanto, la prensa —aquella que en los primeros días llenaba titulares y noticieros con el caso— hoy calla. Las redacciones que antes competían por primicias ahora reproducen boletines oficiales o guardan silencio.
El video lo llama una “complicidad asquerosa”, un silencio mediático que sirve de escudo para una institución acorralada.

Y la familia Moya, que alguna vez fue el rostro del dolor y la exigencia de justicia, hoy también guarda silencio. Un silencio que el video describe como “ensordecedor”.
Tal vez se les pidió no hablar “para no entorpecer la investigación”. O tal vez fueron intimidados.
Pero su mutismo sólo ha reforzado la sospecha de que alguien está dirigiendo la obra y que la familia ha sido forzada a ser parte del guion.
En medio de esa oscuridad, la Fiscalía decidió cambiar la narrativa. Las versiones anteriores —la culpabilidad de Gabriel, la detención de Paulo, las supuestas pruebas— ya no funcionaban. Así nació una nueva historia: “los asesinos seriales de Naucalpan”.

De pronto, los acusados dejaron de ser simples sospechosos para convertirse en monstruos cinematográficos, “psicópatas”, “bestias de Netflix”.
La jugada era clara: sembrar miedo para borrar preguntas. Porque cuando la gente teme al monstruo, olvida preguntar por Kimberly.
Mientras los titulares se llenan de adjetivos y especulaciones, el canal Mafian TV —acusado muchas veces de polémico y sensacionalista— se ha convertido en una de las pocas voces disidentes.
“Nuestra lealtad no es con los detenidos,” dicen, “sino con Kimberly y con la verdad.”
En su video más reciente, llaman al operativo del 22 de octubre “la humillación final” para la familia Moya. Y repiten, con obstinación, la única pregunta que nadie en el poder parece dispuesto a responder:

¿Dónde está Kimberly Moya?
Porque mientras se filman escenas, se multiplican conferencias y se cambian los guiones, hay una verdad más cruda que ninguna cámara puede maquillar: la justicia se ha convertido en espectáculo.
Cuando las instituciones deben recurrir a la lente de una cámara para demostrar su eficacia, es que la verdad ya no importa.
Aquel 22 de octubre, los drones sobrevolaban el cielo, los reporteros narraban cada movimiento y las sirenas llenaban el aire. Pero fuera de cuadro, en la oscuridad de Naucalpan, una joven sigue desaparecida.

Y la pregunta sigue ahí, suspendida, resonando entre la incredulidad y la rabia:
“¿Dónde está Kimberly Moya?”
Porque cuando la justicia se convierte en un guion y los fiscales en actores, el público deja de ser ciudadano. Se convierte en espectador.
Y el caso de Kimberly Moya ya no es sólo una investigación: es el reflejo más doloroso de un sistema que prefiere el espectáculo a la verdad.