Durante más de una década, su nombre fue sinónimo de miedo. Lo llamaban El Verdugo, el ejecutor personal de los hombres más temidos de México.
Pero hoy, desde un lugar desconocido, Roberto Mendoza decide hablar. Su testimonio sacude las versiones oficiales, desmonta los mitos de la prensa y desnuda un sistema de poder que trasciende al narcotráfico.
“El verdadero patrón no es El Mayo. No es El Chapo. Es un hombre al que nadie ha visto y que controla a todos: Don Aurelio.”
Roberto nació en 1982 en Culiacán, Sinaloa, el corazón del narcotráfico mexicano. Hijo de campesinos pobres, perdió a su padre joven y creció en medio de la miseria y la violencia.

A los diecisiete años, desesperado por conseguir dinero para pagar el tratamiento de su hermana con leucemia, se unió al cártel.
Su primer trabajo fue como halcón —vigía que reporta los movimientos de la policía y los rivales—. Ganaba veinte mil pesos al mes, más dinero del que había visto en su vida.
Seis meses después, fue convocado a un rancho en Chihuahua, donde lo entrenaron durante tres meses exmilitares israelíes.
Aprendió a usar explosivos, armas, y, sobre todo, a matar sin dejar rastro: simular suicidios, fabricar accidentes, envenenar sin rastro químico. Cuando volvió, ya no era un novato: era el ejecutor personal del jefe. Así comenzó su carrera como sombra.

Durante doce años, Roberto ejecutó órdenes sin preguntar. Pero en cada conversación con su patrón, comprendía algo más profundo:
“El Chapo y El Mayo eran piezas del tablero. Caras visibles. El poder real estaba en otra parte.”
Ese poder tenía nombre y rostro, aunque pocos lo sabían: Don Aurelio.
Un hombre elegante, de más de sesenta años, con estudios en Europa y una vida aparentemente honorable en Ciudad de México.
Su familia vivía en Polanco, rodeada de lujos, sin sospechar que gran parte de su fortuna provenía del crimen. En público, un empresario respetado. En privado, el cerebro del narcotráfico moderno.
“Don Aurelio no traficaba droga”, explica Roberto. “Él traficaba poder. Compraba políticos, jueces, generales, periodistas. Era un empresario del caos.”

El imperio de Don Aurelio funcionaba como una corporación multinacional. Cinco directores regionales, cada uno a cargo de un área: drogas, política, finanzas, seguridad y operaciones internacionales.
Había presupuestos, auditorías y metas trimestrales. El dinero se lavaba a través de bancos suizos, bufetes de abogados y empresas pantalla en las Islas Caimán.
En una reunión, Don Aurelio le mostró a Roberto un mapa de México lleno de puntos de colores.
“El rojo marca las rutas de droga. El azul, los políticos comprados. El verde, nuestras empresas legales. En este país, todo tiene dueño.”
Don Aurelio no solo manipulaba rutas de narcotráfico; controlaba elecciones, encuestas y medios. “Las votaciones son teatro”, decía. “El ganador ya fue elegido semanas antes.”

Roberto asegura que Don Aurelio pagaba a periodistas, directores de noticias y propietarios de medios para moldear la opinión pública.
Financiaba campañas de desinformación, creaba escándalos falsos para distraer a la gente y operaba ejércitos digitales para destruir reputaciones. Incluso decidía qué series de Netflix o Amazon podían contar “historias de narcos”, y cuáles debían ser censuradas.
El poder de Don Aurelio trascendía fronteras. Mantenía lazos con agentes de inteligencia de Estados Unidos, financieros de Wall Street y miembros de la mafia europea.
Desde el norte fluían las armas hacia Sudamérica; desde el sur, la cocaína subía a través de México. En China, tenía laboratorios de fentanilo; en África, negocios de minería y tráfico humano.

“Era un círculo perfecto”, recuerda Roberto. “La droga generaba dinero, el dinero compraba poder, y el poder protegía la droga.”
Todo cambió el día en que Don Aurelio descubrió que un lugarteniente, conocido como El Flaco, lo había traicionado. Ordenó su exterminio completo: padres, esposa e hijos. “Quiero que empieces por la niña de ocho años”, dijo. “Que sufra viéndolo todo.”
Roberto se quedó inmóvil. Había matado hombres armados, enemigos, traidores. Pero no niños. Esa noche comprendió que había cruzado un límite del que no podía regresar.
Ayudó a la familia de El Flaco a escapar, y al hacerlo, descubrió el horror más profundo: Don Aurelio también controlaba redes de trata de personas, tráfico de órganos y experimentos médicos ilegales con secuestrados. Parte del dinero provenía de la venta de menores a redes de pedofilia internacionales.
“Pensé que trabajaba para un genio”, dice. “En realidad, trabajaba para el diablo.”

Cuando su traición fue descubierta, Don Aurelio lo puso a prueba. Le ordenó ejecutar públicamente a un sacerdote, el padre Miguel, que denunciaba la violencia del cártel.
Pero en lugar de obedecer, Roberto confesó todo ante el sacerdote y le entregó un archivo con nombres, cuentas bancarias y pruebas. Ese archivo llegó a manos de la DEA y el FBI, desatando una operación internacional.
Gobernadores, generales, empresarios y periodistas fueron arrestados. Pero Don Aurelio seguía libre. Invisible. Intocable.
Hoy, Roberto vive con un nuevo nombre, cambiando de país y de rostro cada pocos meses. Don Aurelio ofrece cinco millones de dólares por su cabeza. “Vivo escondido, pero él sigue entre nosotros. Es un fantasma que camina bajo la luz.”
Mientras los medios continúan retratando a El Mayo como el “líder del Cártel de Sinaloa”, el verdadero arquitecto del imperio sigue decidiendo quién vive, quién muere y qué se cuenta.
“El poder real no necesita rostro”, concluye Roberto. “Solo necesita gente dispuesta a esconder el suyo.”