¿Por qué una teoría ya refutada en repetidas ocasiones con datos científicos y con investigaciones oficiales tanto estatales como federales continúa
sobreviviendo como una “leyenda urbana” que polariza a la opinión pública en México?
¿Por qué un sector de la población está convencido de que el último video de Debanhi Escobar fue manipulado, a pesar de que la biomecánica forense demuestra lo contrario?
¿Acaso alguien ha logrado canalizar la frustración social para redirigir las culpas y erosionar la confianza en las instituciones de investigación?

El caso Debanhi no solo representa una tragedia personal, sino un espejo donde se reflejan las tensiones entre ciencia y emoción, entre verdad y aquello que muchos desean creer.
Desde que el cuerpo de Debanhi fue hallado en una cisterna del motel Nueva Castilla (conocido como Quinta Flores) en abril de 2022, la controversia estalló de forma incontrolable.
La versión inicial hablaba de un accidente, pero los errores en la cadena de investigación, los vacíos informativos y el dolor de la familia abrieron una grieta que pronto se llenó con hipótesis alternativas. Entre ellas, una muy extendida: “todo pasó en Alcosa”.
A partir de ese punto, emergió una narrativa paralela que aseguraba que el video donde Debanhi corre en el Parque Industrial Alcosa habría sido un burdo montaje, diseñado para ocultar un crimen ocurrido en Quinta Flores.

Esta teoría se propagó como pólvora, porque satisfacía una necesidad social: la de señalar a un culpable. La Fiscalía de Nuevo León se convirtió en blanco predilecto de ataques, acusada de incompetencia y encubrimiento.
Aquí la política entró en escena. Cargar toda la responsabilidad al nivel estatal era una estrategia cómoda, una forma de lanzar un “misil teledirigido” sin tocar al gobierno federal ni alterar los equilibrios de poder. Se trataba de elegir un enemigo accesible, sin invadir territorios prohibidos.
En medio de esta tormenta, Quinta Flores fue desplazado del relato mediático. El escenario principal pasó a ser Alcosa, con sus cámaras fallidas, sus minutos ausentes y sus rincones poco claros.

Una cortina de humo perfecta tomaba forma. Medios alternativos y redes sociales la reforzaron hasta convertirla en un “canon emocional”, donde la verdad era definida por la viralidad y no por la evidencia.
Sin embargo, la ciencia forense no se mueve por creencias, sino por datos empíricos y modelos analíticos verificables.
Cuando la Fiscalía General de la República y la comisión federal asumieron la investigación, se realizó una comparación exhaustiva entre los videos de Quinta y Alcosa mediante tecnología avanzada de análisis biométrico y cinemático.
Los peritos no compararon imágenes “a simple vista”. Midieron proporciones corporales, ángulos articulares, oscilaciones del tronco y la cadencia en el movimiento.

Convirtieron cada zancada de Debanhi en un mapa de cientos de microgestos corporales; una “firma biomecánica” que cada individuo posee y que es prácticamente imposible de duplicar.
El resultado fue concluyente: las dos secuencias muestran a la misma persona. Para sostener la teoría del “fotomontaje” sería necesario creer que los técnicos fueron capaces de recrear de forma idéntica miles de fluctuaciones musculares y óseas de Debanhi cuadro por cuadro.
Una hazaña que, según los especialistas, ni siquiera Hollywood puede lograr hoy con absoluta precisión. Negar esta conclusión equivale a rechazar no solo la ciencia, sino los límites físicos de lo posible.
Aun así, una parte considerable del público continúa aferrándose al mito. Prefiere la hipótesis del crimen organizado, del secuestro, del montaje siniestro.

Necesita un malo en la historia. Y si la realidad no le ofrece uno, lo fabricará. Tal como denunció el conductor del video que responde a los conspiracionistas: “hay un segmento de la población que solo quiere escuchar lo que le hace sentir mejor”.
El propio análisis federal, tras revisar peritajes, testimonios e imágenes, ratificó la conclusión: Debanhi murió por un accidente y no hay evidencia de participación de terceros.
Incluso el ajuste del diagnóstico de “trauma contuso” a “asfixia por sumersión en posición boca abajo” no modificó la naturaleza accidental del hecho.
Aquí surge el choque crucial. La verdad científica no calma el dolor. La verdad objetiva no satisface el deseo de justicia emocional. La sociedad exige un verdugo. Y si la ciencia lo niega, se le dará la espalda a la ciencia.

Las palabras del padre de Debanhi, desgarradoras, resumieron el sentir colectivo: “Ojalá pudiera meterme en la pantalla, sacarla de ahí y abrazarla”.
Un deseo noble, que lamentablemente ha sido utilizado por algunos para sostener teorías incompatibles con la evidencia. El sufrimiento, por más legítimo que sea, no puede ser el motor que distorsione los hechos.
Hoy la pregunta esencial ya no es “¿qué le pasó a Debanhi?”, porque responde la tienen las instituciones desde hace tiempo.
La pregunta que debe preocuparnos es otra: ¿estamos dispuestos a aceptar la verdad cuando es dolorosa y poco satisfactoria? La batalla por el “fotomontaje” demuestra que la verdad muchas veces pierde frente al miedo, la sospecha y la frustración colectiva.

Si la sociedad mexicana continúa priorizando el alivio emocional por encima del rigor científico, la tragedia de Debanhi seguirá multiplicándose, no en los hechos, sino en la memoria pública.
La imagen de una joven corriendo sola en la noche se ha convertido en símbolo de demasiadas cosas, excepto de su propia realidad y del accidente que truncó su vida.
La verdad no busca ser popular. Solo necesita ser reconocida. Cuando una comunidad elige creer en ficciones en lugar de aceptar los datos, la verdad terminó ahogada, y las víctimas mueren una vez más, ahora en medio de la desinformación.