La verdad no siempre emerge desde comunicados oficiales ni ruedas de prensa cuidadosamente preparadas.
En ocasiones, irrumpe desde el lugar más incómodo, la voz de quien apretó el gatillo.
En el asesinato de Mario Pineida, el testimonio del sicario ha abierto una grieta profunda en la versión inicial de los hechos y ha revelado un entramado complejo, frío y meticulosamente calculado, con el sello inconfundible del crimen organizado.
Lo que hoy se conoce no solo obliga a replantear la investigación, sino que también expone la sombra de un poder oculto capaz de decidir sobre la vida y la muerte.

Según la confesión, el crimen nunca fue un error ni una reacción impulsiva. Desde el primer momento se trató de un encargo directo, pactado con antelación y ejecutado con precisión. Durante semanas, Mario Pineida fue seguido de manera constante.
El sicario estudió sus horarios, sus rutinas diarias, los trayectos que utilizaba y los lugares donde solía reunirse con amigos.
Nada quedó librado al azar. Cada movimiento fue observado y memorizado. Este nivel de vigilancia, coinciden investigadores, solo es posible cuando detrás existe un respaldo financiero sólido y un autor intelectual decidido a que el plan se cumpla sin fallas.
El hombre que ordenó el asesinato, según el relato, no es un desconocido. Se trata de una figura con gran influencia dentro del narcotráfico en Ecuador.

Lo que sorprende es que el motivo no responde al patrón clásico de disputas entre bandas o ajustes de cuentas por territorio.
El origen del crimen se encuentra en una combinación peligrosa de celos, control y sensación de traición. En el mundo criminal, donde el poder se mezcla con el orgullo personal, estos sentimientos pueden ser tan letales como cualquier conflicto económico.
En el centro de esta historia aparece Giselle Fernández. De acuerdo con el sicario, ella mantenía una relación cercana con ese hombre poderoso. Cuando esa relación dejó de estar bajo su control, se convirtió en el detonante de la orden de matar.
Mario Pineida pasó a ser visto no solo como un obstáculo, sino como un desafío directo a la autoridad y al dominio del autor intelectual. Su sola presencia representaba una afrenta que debía ser eliminada.

Uno de los aspectos más estremecedores del testimonio es la confirmación de que Giselle Fernández no fue una víctima colateral. La orden fue clara.
Ambos debían morir. La muerte de ella formaba parte del mensaje que el autor intelectual quería enviar. Un mensaje de advertencia absoluta, sin espacio para errores ni testigos. En esta lógica, la vida humana pierde todo valor y se transforma en un instrumento para reafirmar poder y control.
El modo de operar confirma el carácter profesional del crimen. El autor intelectual jamás apareció en escena. Todas las instrucciones y los pagos se realizaron a través de intermediarios, creando una cadena diseñada para proteger a quien dio la orden.
El sicario, de nacionalidad venezolana, fue elegido precisamente por su capacidad para actuar con rapidez y por no tener vínculos visibles con el entorno local. Para reducir riesgos, sumó a un cómplice de su confianza y repartieron tareas con extrema cautela.

El momento del ataque fue seleccionado con precisión quirúrgica. Esperaron el instante en que las víctimas estuvieran más relajadas y desprevenidas. Los disparos duraron apenas unos minutos.
Luego vino la retirada inmediata, siguiendo rutas previamente estudiadas para evitar cámaras de seguridad y zonas concurridas.
El pago no se realizó en una sola entrega. Fue dividido en etapas, una práctica habitual para cortar cualquier vínculo una vez concluido el encargo y garantizar el silencio.
El testimonio también despeja una de las mayores confusiones que rodearon el caso. Durante los primeros días, las redes sociales y algunos sectores de la opinión pública señalaron a la esposa legal de Mario Pineida como posible responsable.

El sicario fue categórico al desmentir esa versión. Ella no tuvo ninguna participación. El crimen no se originó en conflictos familiares ni en celos domésticos, sino en dinámicas propias del crimen organizado y en relaciones de poder externas.
Esta aclaración no solo tiene un peso judicial, sino que evidencia el daño que pueden causar las especulaciones en investigaciones aún abiertas.
La detención del sicario revela otra cara del engranaje criminal. Fue capturado junto a su pareja cuando intentaba abandonar la zona bajo investigación.
Al principio guardó silencio, obedeciendo las reglas no escritas del mundo del hampa. Sin embargo, con el paso de los días comprendió que callar lo convertía en una pieza descartable.

En muchos casos, quienes ejecutan los crímenes terminan siendo eliminados para cerrar cualquier cabo suelto una vez cumplida la misión.
Decidir hablar, según su propio relato, no fue un intento de justificarse ni de evadir responsabilidad. Fue una forma de exponer cómo fue reclutado y utilizado como una herramienta por personas con mayor poder.
Su confesión, aunque proviene de un asesino, ofrece una mirada directa al funcionamiento interno de estas estructuras criminales, donde la lealtad se compra y se desecha con la misma facilidad.
El caso Mario Pineida trasciende así la historia de un doble homicidio. Es el reflejo de una realidad en la que el poder clandestino se impone, donde las emociones personales se combinan con la violencia organizada y donde la justicia enfrenta enormes desafíos.
Las revelaciones del sicario obligan a formular preguntas incómodas. Quién dio realmente la orden. Hasta dónde llega su influencia.
Y si el sistema judicial será capaz de alcanzar a quienes, desde la sombra, decidieron que dos vidas podían ser eliminadas como parte de un mensaje de dominio y miedo.