Nadie imaginó que aquel pequeño vuelo que despegó desde Monterrey sería el último de una de las periodistas más valientes de México.
Cuando el fuego envolvió los restos del avión, los titulares hablaron de un “accidente aéreo”, de una “falla técnica”.
Pero quienes habían leído los últimos reportajes de Débora Estrella sabían que ella estaba tocando un nido de serpientes —donde el poder, el dinero y la violencia se entrelazan como una sola fuerza.
Su muerte, más que una tragedia, parecía una advertencia helada dirigida a todo el periodismo mexicano.

Horas después, Omar García Harfuch, el jefe de seguridad más temido por el crimen organizado, llegó al lugar del siniestro. No creyó en la versión del accidente.
Y no se equivocaba. Su equipo técnico detectó anomalías: interferencias de radio en la misma zona y, en las grabaciones de tráfico, una camioneta negra sin placas que circulaba justo bajo la ruta de vuelo minutos antes del impacto.
En la parte trasera, una antena oculta —el tipo de equipo usado solo en operaciones de interferencia o espionaje electrónico.
Para Harfuch, aquello no era coincidencia. Ordenó activar el “Protocolo de Inteligencia de Emergencia”, un sistema reservado para atentados o ejecuciones coordinadas.

En menos de tres horas, conectó cámaras urbanas, peajes, rastreos satelitales y bases de datos federales.
El resultado fue inquietante: aquella misma camioneta había sido vista en un intento de asesinato político dos años atrás, y su conductor, Luis Fernando Salazar, era un sicario profesional vinculado al Cártel del Noreste, especializado en eliminar voces incómodas para el poder.
Harfuch decidió no actuar de inmediato. Dejó que las unidades encubiertas lo siguieran a distancia, rastreando sus llamadas y movimientos.
Cuando Luis abandonó Apodaca, creyó haber borrado su rastro; sin embargo, cada paso que daba ya estaba registrado en la red de vigilancia de Harfuch.
Un dron de reconocimiento lo siguió desde el aire, mientras agentes encubiertos lo cercaban desde tierra.

La noche de Monterrey era densa, inmóvil, y las luces de la autopista parecían respirar con lentitud. Luis se refugió en un almacén industrial abandonado, convencido de que era su escondite perfecto.
No sabía que había entrado en una trampa cuidadosamente diseñada. A las tres de la madrugada, las luces del sector se apagaron. El silencio se volvió total.
En segundos, la puerta metálica del almacén fue derribada. Harfuch dio la orden. La operación duró menos de dos minutos. No hubo disparos. Solo el sonido del metal cuando las esposas se cerraron sobre las muñecas del sicario.
Al amanecer, Harfuch salió del vehículo blindado y observó el lugar. No dijo una palabra. En su tableta, miraba las últimas imágenes enviadas por Débora horas antes de morir: documentos que revelaban los vínculos entre un empresario influyente, funcionarios del gobierno y los flujos financieros del cartel.

Y entonces quedó la pregunta suspendida en el aire: ¿era Luis Fernando Salazar realmente el autor del derribo… o solo un chivo expiatorio dentro de una red mucho más poderosa?
En algún lugar, entre los archivos cifrados y los correos que nunca se publicaron, quizás aún respira la verdad que Débora Estrella no alcanzó a contar.