Durante más de una década, Nemesio Oseguera Cervantes, alias El Mencho, había construido la ilusión de la invisibilidad absoluta.
El líder del Cártel Jalisco Nueva Generación se movía entre montañas, ranchos fortificados y casas de seguridad que consideraba impenetrables.
Para él, Jalisco no solo era territorio, era santuario.
Pero todo cambió el día en que un dron, volando a tres mil metros de altura, comenzó a grabar.
El video no fue un accidente.
Tampoco fue una grabación improvisada.

Fue una decisión estratégica, calculada y autorizada directamente por Omar García Harfuch, como parte de una campaña de vigilancia que llevaba seis meses persiguiendo un solo objetivo: romper la sensación de seguridad del hombre más buscado de México.
El dron operaba fuera de cualquier radar criminal conocido.
No hacía ruido.
No emitía señales detectables.
Durante cuarenta minutos, captó cada movimiento del complejo escondido en la zona montañosa de Jalisco.
Casas fortificadas.
Muros de tres metros.
Torres de vigilancia.
Rutas de acceso.
Personal armado patrullando.
Y finalmente, el rostro que durante años había escapado de cámaras y operativos.
El Mencho apareció caminando por el patio.
Reuniéndose con lugartenientes.
Expuesto desde múltiples ángulos en ultra alta definición.
Era la prueba que nadie había tenido antes.
Con esa grabación, las autoridades no solo sabían dónde estaba.
Sabían cómo vivía.
Cómo se movía.
Cuántos hombres lo protegían.
Y por dónde podía huir.
Pero no lanzaron el operativo.
Harfuch entendía que atacar un complejo así significaba una guerra abierta con decenas de muertos.
Y también entendía algo más peligroso: El Mencho siempre escapaba minutos antes.
Entonces se tomó otra decisión.
No capturarlo todavía.
Sino hacerle saber que había sido visto.
Días después, fragmentos del video comenzaron a circular.
No desde canales oficiales.
Sino filtrados cuidadosamente a periodistas que se sabía tenían llegada directa al mundo criminal.
Las imágenes mostraban el complejo.
Las coordenadas.
Y la sensación inequívoca de que la vigilancia seguía activa.

El mensaje era claro.
“Sabemos dónde estás.”
Cuando El Mencho vio el video, la paranoia se apoderó de él.
Interceptaciones de comunicaciones revelaron gritos, órdenes desesperadas y una instrucción tajante.
Evacuar todo.
Ahora.
En cuestión de horas, el complejo fue abandonado.
Vehículos blindados salieron en caravana.
Un helicóptero despegó apresuradamente.
Explosiones internas destruyeron material sensible.
Cuando las fuerzas llegaron, doce horas después, el santuario estaba vacío.
La fortaleza que había tardado años en construirse había sido abandonada sin disparar un solo tiro.
Y no sería la última vez.
El patrón se repitió una y otra vez.
Nuevo escondite.
Nuevo dron.
Nuevo video filtrado.
Nueva huida.
En dos meses, El Mencho evacuó seis complejos distintos.
Cada movimiento le costaba millones.
Cada traslado desorganizaba su estructura.
Cada huida minaba la moral de sus hombres.
Intentó todo.
Sistemas rusos de detección de drones.
Fallaron.
Sobornos millonarios a operadores.
Fueron denunciados.
Mercenarios vigilando el cielo con binoculares.
No vieron nada.
Mudarse a zonas urbanas.
También fue grabado.

Usar dobles.
El software de reconocimiento facial los identificó.
Nada funcionó.
El mito del líder intocable comenzaba a resquebrajarse.
Las comunicaciones interceptadas mostraban frustración.
Cansancio.
Miedo.
“Prefiero correr que ser capturado”, decía El Mencho.
Pero correr tiene un límite.
Después de ocho meses de huida constante, Harfuch decidió que era el momento.
El Mencho se había refugiado en un rancho fortificado en Aguililla, Michoacán.
Esta vez no solo habría vigilancia.
Habría asalto.
Tres cientos elementos de fuerzas especiales.
Helicópteros.
Bloqueos.
Cierre total de rutas.
El ataque comenzó de madrugada.
La resistencia fue brutal pero breve.
Guardias abatidos.
Decenas capturados.
Pero El Mencho volvió a escapar.
Un túnel oculto bajo la casa principal le dio minutos de ventaja.
Fue una huida por segundos.
Aun así, el mensaje fue devastador.
Ni su fortaleza más protegida era segura.
Las interceptaciones posteriores lo confirmaron.
“Casi me capturan”, admitió.
“Esto ya es insostenible.”
Y entonces apareció una idea impensable.
Salir de México.
Por primera vez en quince años, El Mencho consideró abandonar el país que había dominado.
Guatemala se convirtió en la opción.
Perfil bajo.
Menos hombres.
Nada de fortalezas.
La vigilancia siguió el convoy hasta la frontera.
Luego, silencio.
El líder del CJNG había huido.
No estaba capturado.
Pero estaba derrotado estratégicamente.
Desde su salida, el cártel comenzó a fracturarse.
Menos coordinación.
Menos violencia.
Menos tráfico.
Ingresos reducidos.
Territorios disputados.
Autoridades corruptas abandonando el barco.
El imperio no cayó.
Pero quedó herido.
Harfuch lo dijo sin rodeos.
No es una victoria total.
Pero forzar al criminal más poderoso de México a huir despavorido es un golpe histórico.
Por primera vez, el miedo cambió de bando.