Fue el día en que Saddam Hussein, recién instalado como presidente del país, realizó una purga brutal y calculada dentro del partido Baas, una operación que no solo eliminó a decenas de supuestos opositores, sino que selló para siempre su dominio absoluto sobre el Estado iraquí.
Aquel suceso, recordado por las imágenes de Saddam secándose unas aparentes lágrimas frente a una sala repleta de dirigentes aterrorizados, se convirtió en un espectáculo macabro transmitido en vivo y difundido en todo el país como una advertencia irrebatible de quién poseía el poder.
La reunión se llevó a cabo en un salón abarrotado en Bagdad, donde cerca de un centenar de miembros del partido Baas, el grupo árabe socialista que gobernaba Irak, se congregaron para escuchar el discurso del nuevo mandatario.
La atmósfera estaba cargada de humo, tensión y un murmullo inquieto entre los asistentes.
Nadie imaginaba que estaban a punto de presenciar una de las purgas políticas más crueles del siglo XX.
Saddam Hussein tomó la palabra y anunció que había descubierto una conspiración interna destinada a arrebatarle el poder.
En un momento cuidadosamente preparado, se presentó ante la audiencia a Muji Abdul Hussein Mashadí, un funcionario del partido, pálido, debilitado y marcado por torturas severas.
Forzado a confesar, Mashadí comenzó a pronunciar nombres de supuestos cómplices mientras la sala se sumía en un silencio sepulcral.
A medida que los acusados eran mencionados, guardias armados los escoltaban fuera del salón, uno a uno, frente a la mirada paralizada de sus compañeros.
En total, sesenta y ocho personas fueron retiradas de la reunión.Sin embargo, la crueldad del plan de Saddam no terminó ahí.
A muchos de los que permanecieron en el salón se les ordenó posteriormente ejecutar a los acusados.
Esta estrategia convirtió a decenas de miembros del partido en cómplices directos de la masacre, atándolos psicológica y moralmente al nuevo líder de Irak.
La purga no solo perseguía eliminar opositores reales o inventados, sino también destruir cualquier posibilidad futura de disidencia.
Para comprender cómo Saddam pudo ejecutar un acto tan implacable, es necesario retroceder en el tiempo.
El partido Baas, fundado en 1947 en Siria con ideales de unidad árabe y socialismo, llegó al poder en Irak en 1963, aunque su ascenso fue breve y marcado por una gran inestabilidad.
Tras su caída, el partido reorganizó meticulosamente sus redes internas hasta que en 1968 protagonizó un nuevo golpe de Estado.
Fue entonces cuando Saddam Hussein, primo del líder del movimiento Ahmed Hassan al-Bakr, comenzó a ascender en la jerarquía política.
Desde cargos relacionados con seguridad e inteligencia, eliminó rivales, consolidó alianzas y construyó una red de leales provenientes de su ciudad natal, Tikrit.
Su ascenso fue tan rápido como inquietante.

Para 1979, Saddam había acumulado un poder inmenso.
Cuando Al-Bakr presentó su renuncia forzada alegando problemas de salud, el camino quedó libre para que Saddam asumiera la presidencia.
Apenas unos días después, convocó la famosa reunión del 22 de julio y ejecutó la purga televisada que consolidaría su figura como dictador absoluto.
La operación tenía un objetivo claro: destruir cualquier resquicio de oposición dentro del partido y sembrar terror en todos los niveles de la estructura estatal.
Tras la expulsión de los sesenta y ocho acusados, las consecuencias fueron inmediatas.
Los detenidos fueron sometidos a interrogatorios incesantes, torturas físicas y psicológicas, y obligados a firmar confesiones prefabricadas.
Los juicios realizados contra ellos no fueron más que farsas judiciales sin defensa legal ni posibilidad de presentar pruebas.
El veredicto, decidido de antemano, dictó que todos eran culpables de traición.
Veintidós de ellos, incluidos cinco ministros del Consejo del Mando Revolucionario, fueron condenados a muerte.
En un acto de crueldad extrema, Saddam ordenó que los pelotones de fusilamiento estuvieran compuestos por miembros del propio partido, muchos de los cuales habían compartido años de trabajo con las víctimas.

Mientras los prisioneros eran ejecutados en fosas comunes no identificadas, Saddam organizó un masivo mitin público en Bagdad.
Frente a decenas de miles de personas, proclamó que la conspiración había sido desmantelada y que Irak estaba ahora protegido de los traidores.
Las imágenes fueron distribuidas por todo el país, reforzando un mensaje contundente: cualquier acto de deslealtad sería castigado con la muerte.
La manipulación emocional, la teatralidad y el control total de la narrativa se convirtieron en instrumentos clave del régimen.
Las consecuencias para las familias de los ejecutados fueron igualmente devastadoras.
Muchas no recibieron nunca información oficial sobre sus seres queridos.
Otras fueron obligadas a firmar declaraciones afirmando que sus familiares eran traidores antes de recuperar los cuerpos.
Algunas familias fueron arrestadas, vigiladas, despojadas de sus bienes o desaparecidas de los registros oficiales.
Ser pariente de un supuesto traidor era casi una condena segura en el Irak de Saddam Hussein.
A nivel internacional, la reacción fue sorprendentemente tibia.
Estados Unidos, inmerso en la lógica de la Guerra Fría, veía en el partido Baas un contrapeso al comunismo soviético en la región.
La Unión Soviética, por su parte, mantenía vínculos estratégicos con Irak por intereses militares y económicos.
Países árabes como Arabia Saudita o Kuwait mantuvieron relaciones diplomáticas pese a temores crecientes sobre el comportamiento del nuevo mandatario.
La purga fue reportada por medios internacionales, pero no generó sanciones ni presiones significativas.

La ruptura más notable fue con Siria, cuyo gobierno baasista fue acusado por Saddam de estar involucrado en la conspiración.
Aunque inicialmente mantuvieron acuerdos financieros, la relación se desmoronó definitivamente en 1980, cuando Siria apoyó a Irán durante el conflicto entre ambos países.
Historiadores como Christopher Hitchens han comparado la purga de Saddam con la Noche de los cuchillos largos en la Alemania nazi, señalando que este episodio marcó el momento exacto en que el nuevo presidente pasó de ser un líder autoritario a convertirse en un dictador absoluto.
La purga transformó el partido Baas en una maquinaria de obediencia total, destruyó cualquier forma de debate interno y sembró un clima de paranoia que perduraría durante décadas.
La dictadura de Saddam Hussein, consolidada tras la purga, duraría veinticuatro años y dejaría profundas cicatrices en Irak.
Su caída en 2003 permitió revelar la magnitud del terror que impuso, pero también mostró las heridas difíciles de sanar que dejó en la sociedad.
Lo ocurrido aquel 22 de julio de 1979 sigue siendo un recordatorio brutal de cómo un líder puede manipular el poder, sembrar miedo y eliminar a sus opositores para perpetuarse en el mando, incluso a costa de destruir a su propio partido.