La noche del 1 de noviembre de 2025, la Plaza de los Mártires en Uruapan brillaba con velas y flores de cempasúchil durante la celebración del Día de Muertos.
Entre la multitud festiva, el alcalde independiente Carlos Alberto Manzo Rodríguez sonreía, tomándose fotos con los asistentes.
Nadie imaginaba que serían sus últimos segundos con vida. Seis disparos rompieron la música y la algarabía, y en un instante, la celebración se convirtió en caos.
Pero este asesinato no fue producto del azar ni de un simple sicario. Detrás de las balas había una operación de espionaje digital, una ejecución milimétricamente planeada durante más de tres semanas. Un crimen que combinó inteligencia cibernética, corrupción política y tecnología militar: el primer asesinato “narcocibernético” en la historia de México.

Según el informe presentado por Omar García Harfuch, Secretario de Seguridad Federal, el caso de Manzo marca “una nueva era de violencia híbrida”, donde el poder del código digital se convierte en arma mortal. Lo que parecía una ejecución pública fue, en realidad, la culminación de una guerra invisible librada en servidores, teléfonos y redes encriptadas.
Todo comenzó el 10 de octubre de 2025, cuando Manzo recibió un correo electrónico aparentemente inofensivo desde la dirección contactos@cedena. gov. mx , similar al dominio oficial de la Secretaría de la Defensa Nacional.
El asunto decía: “Alerta de seguridad urgente – Verifique su identidad inmediatamente”. En el cuerpo del mensaje, se le pedía confirmar su información personal por motivos de “amenazas directas contra su integridad”.

Al hacer clic en el enlace, sin saberlo, instaló en su teléfono el software espía militar Shadow Stalker, desarrollado originalmente por empresas de inteligencia israelíes y vendido ilegalmente en la dark web por entre 50.000 y 200.000 dólares.
A partir de ese instante, su teléfono dejó de ser suyo. Shadow Stalker operaba como un proceso oculto del sistema, invisible en cualquier lista de aplicaciones.
Accedía a mensajes de WhatsApp, correos electrónicos, ubicación GPS, grabaciones de voz, e incluso activaba la cámara sin encender el indicador LED. Toda la información se transmitía a un servidor remoto ubicado en Rumania, desde donde un grupo de hackers monitoreaba cada movimiento del alcalde.
Durante tres semanas, Carlos Manzo fue vigilado digitalmente las 24 horas del día. Sabían a quién veía, qué comía, cuándo dormía y en qué momento salía sin su chaleco antibalas.

La noche del 1 de noviembre, el sistema envió automáticamente un mensaje a través de Telegram: “Objetivo inmóvil, coordenadas confirmadas.” Dos minutos después, seis balas lo alcanzaron en el pecho.
El ejecutor físico ni siquiera comprendía el juego en el que participaba. Se trataba de Cristian Huerta Maldonado, alias el cuate, un joven de 19 años originario de Apatzingán, descrito como un “zombi químico” tras haber sido drogado con metanfetamina, alcohol y fentanilo.
En su teléfono se halló un último mensaje, enviado a las 8:06 p.m. desde un contacto llamado Guía: una fotografía de Manzo, rodeada por un círculo rojo y con una sola palabra debajo —“Ahora.” Fue la orden de ejecución.
Pero la historia no termina en la bala. Detrás del crimen se descubrió una red compleja de lavado de dinero, criptomonedas y corrupción política.

Según la investigación de Harfuch, 17,4 millones de pesos circularon entre paraísos fiscales, empresas fantasma en Morelia, Zamora y Uruapan, y cuentas ligadas a operadores financieros del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
En el centro del esquema se encuentra un nombre que ha sacudido a la política michoacana: Alfredo Ramírez Bedoya, gobernador del estado de Michoacán.
Ocho días antes del asesinato, una empresa fachada recibió 250.000 pesos desde una cuenta relacionada con la oficina del gobernador.
Dos días después, la empresa transfirió 120.000 pesos a la cuenta de Héctor Vidal Solís, comandante de la Policía Estatal encargado de la seguridad del evento del Día de Muertos.
Fue él quien organizó el perímetro donde existía una “zona ciega” de ocho metros cuadrados: el mismo punto donde Manzo fue abatido.

“El error no fue accidental —fue diseñado,” declaró una fuente de la investigación. Manzo, conocido por su postura abiertamente crítica contra la corrupción y su intención de postularse como gobernador en las próximas elecciones, se había convertido en un obstáculo político.
En mensajes cifrados filtrados entre dos asesores del gobernador (identificados como JC y AGRS), se referían a Manzo como “un problema fuera de control” que necesitaba “una solución definitiva”.
La ejecución durante la festividad de los muertos fue, además, un gesto simbólico: un mensaje envuelto en ironía macabra.
La investigación también reveló el nivel de infiltración del CJNG en los cuerpos policiales. Al menos cinco oficiales recibían pagos mensuales en Bitcoin, entre 500 y 3.000 dólares, a cambio de proporcionar información sobre la rutina del alcalde.

Uno de ellos, Roberto Gallegos Cisneros, fue identificado como el informante clave. En su último reporte, enviado el 31 de octubre, escribió: “El objetivo no lleva chaleco, el equipo de escoltas está relajado. Es la oportunidad.” Dieciocho horas después del asesinato, su billetera digital recibió 20.000 dólares en Bitcoin.
Las transacciones pasaban por servicios de mezcla como Wasabi Wallet y Samourai Wallet, antes de ser transferidas a casas de cambio sin regulación en países como Estonia y Belice.
La estructura demuestra un nivel de sofisticación digno de una organización que ya no solo trafica drogas, sino también datos, información y poder.
El caso Manzo ha sacudido los cimientos del sistema político mexicano. Harfuch lo definió como “la colisión entre la violencia y la tecnología”, un escenario donde el crimen organizado opera con la misma o mayor capacidad que las agencias gubernamentales.

“Si el Estado no invierte en defensa cibernética, si no protege sus estructuras digitales, perderemos la guerra antes de disparar un solo tiro”, advirtió.
La presidenta Claudia Sheinbaum prometió justicia y anunció la apertura de una investigación federal contra todos los funcionarios vinculados.
Sin embargo, en Uruapan, el miedo permanece. Los habitantes se preguntan: si un alcalde con escolta permanente puede ser asesinado mediante un clic, ¿qué queda para los demás?
Carlos Alberto Manzo Rodríguez ya no es solo una víctima. Es el primer mártir de una nueva era, donde las armas no se cargan con pólvora sino con código, donde el enemigo no necesita acercarse: basta con enviar una instrucción digital. Su muerte es un recordatorio aterrador de que, en México, la frontera entre la violencia y la tecnología ya ha desaparecido.