Caso Carlos Emilio: La fiscalía de Durango no está colaborando

¿Por qué la desaparición de un joven en Mazatlán ha provocado un conflicto institucional entre los estados de Durango y Sinaloa?

La pregunta no solo despierta curiosidad, sino también indignación, al revelar cómo un caso de desaparición puede complicarse por el propio sistema de justicia.

El caso de Carlos Emilio Galván Valenzuela ha superado los límites de una simple investigación penal: se ha convertido en un símbolo de

la fractura dentro del sistema judicial mexicano y de cómo las competencias territoriales pueden convertirse en un obstáculo para la verdad.

Carlos Emilio, de 21 años, era un estudiante originario de Durango, descrito por su familia como un joven amable, activo y amante de la música.

Viajaba con frecuencia a Mazatlán, Sinaloa —una ciudad turística conocida también por su alto nivel de actividad del crimen organizado—.

La última vez que se le vio con vida fue saliendo de un restaurante junto a un grupo de amigos. Pocas horas después, su teléfono dejó de emitir señal. Desde entonces, todas las huellas desaparecieron.

En los primeros días tras la desaparición, la Fiscalía de Durango emitió un comunicado en el que aseguraba estar “dispuesta a colaborar estrechamente” con las autoridades de Sinaloa para esclarecer los hechos.

En ese momento, la opinión pública creía que ambos estados cooperarían de forma conjunta, compartiendo información y esfuerzos.

Pero, poco después, un comunicado de la Fiscalía General del Estado de Sinaloa cambió radicalmente el panorama.

En dicho documento, la fiscalía sinaloense declaró con firmeza que “solo Sinaloa lleva a cabo la investigación”, argumentando que “los hechos ocurrieron dentro del territorio de Mazatlán.”
En otras palabras, Durango quedaba completamente fuera del proceso.

No hubo un acuerdo federal, ni una aclaración pública, ni una explicación oficial de esa decisión. Desde entonces, el caso cayó en un inquietante silencio institucional.

Fuentes locales aseguran que la fiscalía de Durango envió al menos dos solicitudes formales para acceder a los expedientes o a las actas periciales del caso, pero nunca recibió respuesta.
Una fuente interna declaró:

“No nos permitieron revisar el expediente, ni contactar a testigos. Ellos (Sinaloa) afirman tener el control absoluto del caso.”

La revelación provocó una pregunta inevitable: ¿se trata realmente de una decisión administrativa normal o de una estrategia para controlar la información?

Varios expertos jurídicos consideran que, desde el punto de vista técnico, Sinaloa tiene la competencia territorial para dirigir la investigación.

Sin embargo, advierten que en los casos con elementos interestatales, excluir a las fiscalías de otros estados debilita la búsqueda de la verdad.
La abogada de derechos humanos María Teresa Rivas opinó:

“Si la víctima pertenece a otro estado, excluir a su fiscalía es contrario al principio de cooperación federal. A menudo, esa falta de colaboración revela que hay intereses locales intentando ocultar parte de la verdad.”

Mientras tanto, en Durango, la familia de Carlos Emilio vive una pesadilla. Su madre, Brenda Valenzuela, ha viajado incontables veces entre ambos estados para buscar respuestas.

“Siento que me han abandonado dos veces —dijo—. La primera, cuando desapareció mi hijo; la segunda, cuando las autoridades de mi propio estado guardaron silencio.”

Brenda recuerda que, al principio, un funcionario le prometió que Durango “seguiría el caso muy de cerca.” Pero tras el comunicado de Sinaloa, toda comunicación se interrumpió.

No hubo más llamadas, ni reuniones, ni informes.
Desesperada, la madre decidió escribir cartas al gobierno federal, solicitando la intervención directa de la Fiscalía General de la República.

En Mazatlán, el clima es de tensión y miedo. Periodistas locales aseguran que algunos videos de seguridad de la zona donde desapareció Carlos fueron borrados o editados.

Un testigo anónimo declaró que “vio el coche de Carlos ser interceptado por hombres vestidos de civil”, pero no se atrevió a testificar por temor a represalias.

Estos indicios alimentan la sospecha de que hay fuerzas poderosas detrás del silencio.

Por su parte, la fiscalía sinaloense insiste en que “la investigación sigue su curso conforme a la ley”, pero no ha presentado nuevos resultados ni ha explicado por qué Durango —el estado de origen de la víctima— fue completamente apartado.

Un exinvestigador que trabajó en Mazatlán comentó:

“Cuando una fiscalía bloquea el acceso a un expediente, generalmente es porque teme lo que otros podrían descubrir. Si todo fuera transparente, no habría necesidad de monopolizar la investigación.”

El escenario actual evidencia una fractura institucional entre ambas fiscalías.
En teoría, el sistema judicial mexicano está diseñado para fomentar la cooperación interestatal. En la práctica, el caso de Carlos Emilio muestra lo contrario: cuando el poder local prevalece sobre la justicia, la verdad se convierte en una víctima más.

Este caso no es solo la tragedia de una familia. Es también el reflejo de una falla estructural en la justicia mexicana, donde el destino de una investigación depende más de la jurisdicción que de la búsqueda de la verdad.

Cuando un estado cierra sus puertas y decide no compartir información, la justicia se vuelve territorio restringido.

Hasta hoy, no hay detenidos, no hay resultados periciales, no hay conferencias de prensa.
Solo queda una pregunta, repetida una y otra vez por su madre:

“Mi hijo es de Durango… ¿por qué nadie en Durango lo está buscando?”

Esa pregunta resuena como una denuncia y como una advertencia:
en México, las desapariciones no solo se pierden entre las sombras del crimen, sino también entre los límites de la burocracia y la indiferencia.

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