Detrás de la imagen impoluta de la “madre de la dinastía Aguilar”, detrás de las flores en el cabello, las portadas y los aplausos, existió una verdad que no cabía en los micrófonos ni en los homenajes. Una hermana silenciada, un amor no correspondido y una herida que ni el tiempo ni la fama pudieron cerrar.
“Me causas asco. Lame los platos que mis obras te dejaron.”
Así comenzó la fractura. No fue una línea de telenovela, fue una sentencia real de Flor Silvestre hacia su hermana, Queta Jiménez, la prieta linda. Y con esa frase también empezó la gran omisión de la historia oficial de la familia más icónica del regional mexicano.
Mientras Flor filmaba, cantaba y coleccionaba maridos como quien cambia de tono en una ranchera, Keta criaba los hijos que su hermana dejaba atrás sin mirar. Mientras una vivía de gala en gala, la otra lavaba uniformes escolares y ocultaba sus propias aspiraciones. Y cuando se atrevió a soñar su carrera, fue acusada de seducir al marido de su hermana. Sin pruebas. Sin defensa. Sin voz.
Flor, celebrada como santa, era la reina del escenario… pero para Keta fue la reina del olvido. La acusó, la rechazó, la borró. Cuando murió, Keta no fue invitada al funeral. No por orgullo. Por censura emocional.
En medio, amores cruzados, rumores, puñaladas emocionales, maridos que fueron y vinieron, guitarristas jóvenes, estrellas argentinas, chismes no confirmados y traiciones que todos conocían, pero nadie se atrevía a decir en voz alta.
Keta lo dijo. Con voz serena. Sin gritos. Sin escándalo.
“A veces el enemigo no es quien te traiciona, es quien se queda callado cuando todos te señalan.”
Hoy la dinastía Aguilar llena palenques, pero nadie habla de la mujer que les sostuvo la infancia. Nadie menciona a quien fue madre sin ser madre. Raíz sin ser reconocida.
Y sin embargo, Keta estuvo en cada capítulo, aunque no en las fotos.