Antes de fallecer en 2023, Fernando Almada dejó una revelación que sacudió la manera en que el público entendía a Mario Almada.

No fue un homenaje complaciente ni una evocación nostálgica, sino una confesión directa y, para muchos,

incómoda sobre el hombre que se escondía detrás del ícono del cine de acción mexicano.

Sus palabras, pronunciadas por su propio hermano, plantearon una pregunta que aún genera debate: ¿existió realmente el Mario Almada que el público veneró durante décadas o fue una construcción perfecta de la pantalla?

Fernando y Mario Almada representan una era irrepetible del cine mexicano. Fueron hermanos de sangre, pero también aliados creativos, competidores silenciosos y sostén mutuo en los momentos más duros de una industria marcada por crisis cíclicas.

Sin embargo, según Fernando, su fortaleza no nació de la similitud, sino de una oposición casi absoluta en carácter y concepción artística.

Fernando Almada encarnó al artista disciplinado, formado en la idea de que el cine es un oficio que exige método, estudio y responsabilidad social.

Para él, cada interpretación debía sostenerse en la observación rigurosa de la realidad y en un control preciso del lenguaje cinematográfico.

Como director y guionista, era conocido por un perfeccionismo extremo. Podía permanecer horas en condiciones adversas para ajustar un encuadre apenas unos centímetros, convencido de que la verdad cinematográfica se construye a partir de los detalles.

Mario Almada, en cambio, llegó al cine impulsado por el instinto. Sin una formación académica estricta, poseía una fuerza expresiva inmediata que capturaba la atención de la cámara y del público. Mario no analizaba al personaje, lo encarnaba desde la energía y la intensidad.

Si Fernando observaba la tormenta antes de actuar, Mario se lanzaba directamente al centro del vendaval. Esa cualidad lo convirtió en un referente indiscutible del cine de acción durante años.

Estas diferencias llevaron a muchos a pensar que entre ambos existía una distancia difícil de salvar. Fernando reconoció que siempre hubo una competencia constante y silenciosa, pero aclaró que nunca se trató de envidia.

Era un estímulo mutuo. La presencia del otro obligaba a no conformarse, a seguir avanzando y a mantenerse fiel a una ética profesional compartida.

La confesión más impactante de Fernando Almada se refiere a la vida privada de Mario. El hombre que en la pantalla era un forajido implacable y un héroe invencible, fuera de ella resultaba ser alguien reservado, amable y profundamente sensible.

Fernando afirmó en más de una ocasión que Mario fue la persona más íntegra y honorable que conoció. Huía del conflicto innecesario, evitaba el exhibicionismo y mantenía una distancia consciente respecto del mito que el público había construido alrededor de su figura.

Esa contradicción entre el personaje y el ser humano fue, paradójicamente, una de las claves de su magnetismo.

Mario nunca intentó vivir como sus personajes ni permitió que el cine absorbiera por completo su vida personal. Según Fernando, esa decisión tuvo un costo emocional que Mario cargó durante años, en silencio.

Durante las décadas de 1980 y 1990, cuando el cine mexicano atravesó una de sus crisis más profundas, los hermanos Almada enfrentaron juntos la incertidumbre. La reducción de producciones, la falta de recursos y el desinterés del público pusieron a prueba su resistencia.

En ese contexto, la familia se convirtió en su refugio. Fernando llegó a hacerse cargo del cuidado y la educación de la hija de Mario cuando su hermano atravesaba momentos personales complejos.

Fue un apoyo discreto, nunca exhibido ante la prensa, pero fundamental para la estabilidad del núcleo familiar.

También compartieron el dolor por la enfermedad de su madre y la pérdida inesperada de otros familiares. Fernando describía ese vínculo como un pacto silencioso, basado en la lealtad y el sentido del deber, donde la familia siempre estuvo por encima del éxito o la fama.

El legado de los Almada va más allá de la cantidad de películas realizadas. Sus obras abordaron realidades sociales incómodas y dieron voz a sectores marginados.

Operación marihuana expuso la explotación de los campesinos y la fragilidad de las instituciones frente al crimen organizado. El Tunco Maclovio cuestionó el arquetipo del héroe del oeste y puso el acento en el costo humano de la violencia.

La isla de los hombres solos desafió las nociones tradicionales de masculinidad en el entorno carcelario, mientras que La viuda negra mostró a un Mario Almada distinto, vulnerable y conflictuado en el papel de un sacerdote enfrentado al deseo y la culpa.

Estas películas demostraron que los hermanos Almada no se limitaron a hacer cine de acción. Construyeron relatos sobre la dignidad humana, la injusticia y la supervivencia en contextos adversos, conectando con un público que se reconocía en esas historias.

La muerte de Mario en 2016 y la de Fernando en 2023 marcaron el final de una era. Sin embargo, la verdad revelada por Fernando poco antes de partir abrió una lectura más compleja y honesta de la leyenda.

Los hermanos Almada fueron, en esencia, dos caras de una misma moneda. Diferentes hasta el contraste, pero inseparables. Fue precisamente esa dualidad la que les permitió dejar una huella duradera en la historia del cine mexicano y en la memoria colectiva de varias generaciones.