En la política mexicana, donde la línea entre el poder y el peligro es tan delgada como una hoja de papel, pocos imaginarían que un líder partidista se sentaría a negociar con el enemigo más temido del Estado: el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
Pero Alejandro “Alito” Moreno Cárdenas, jefe del histórico Partido Revolucionario Institucional (PRI), hizo lo impensable:
pactar temporalmente con una organización criminal para detener una conspiración internacional que amenazaba la soberanía del país.
Todo comenzó con una llamada misteriosa. Ricardo Velázquez, un aliado político cercano a Alito, recibió un mensaje telefónico con la voz distorsionada.

Quien hablaba conocía cada detalle de su vida: los horarios escolares de su hija, sus rutinas diarias, sus reuniones. Solo mencionó tres letras: CJNG. Y dejó un mensaje inquietante: querían hablar con Alito sobre “la seguridad nacional” y “el futuro de México”.
No era una amenaza ni una extorsión, sino una invitación envenenada a una conversación prohibida entre política y crimen.
En los días siguientes, mientras enfrentaba una crisis interna en el PRI y un desplome en las encuestas, Alito decidió escuchar.
La reunión se organizó en un restaurante de Polanco, donde se presentó Francisco Ortega, un hombre de traje impecable, más parecido a un empresario que a un emisario del narco.

Ortega mostró una tableta con un documento clasificado supuestamente perteneciente a una agencia de inteligencia extranjera: “Proyecto Eclipse” (Proyecto Eclíptico).
El documento detallaba una operación encubierta para desestabilizar México desde dentro. El plan: crear un vacío de poder mediante el “accidente” o la eliminación sistemática de figuras políticas clave, entre ellas el propio Moreno.
Detrás del complot, se mencionaban intereses extranjeros aliados con disidentes nacionales que buscaban controlar sectores estratégicos de energía, telecomunicaciones y seguridad.
Ortega lanzó una advertencia: “Ellos quieren que México colapse. Si eso ocurre, ningún político ni organización sobrevivirá. Ni ustedes ni nosotros.” Era el primer mensaje de un cártel que, por primera vez, hablaba el lenguaje del patriotismo.

Intrigado, Alito convocó a su círculo más cercano —Luis Torres, Javier Méndez, Carmen Vega y Roberto Guzmán— para verificar la información.
El grupo confirmó que los sellos y códigos del documento coincidían con formatos oficiales auténticos.
Aún más alarmante: tres de los nombres incluidos en la lista del “Proyecto Eclipse” ya habían sufrido incidentes graves —uno murió en un supuesto accidente de frenos, otro sufrió un intento de secuestro, y un tercero canceló todos sus actos públicos por amenazas.
La analista Carmen Vega lanzó la pregunta central: “¿Por qué el CJNG, un grupo que prospera en el caos, quiere evitar la inestabilidad?” La respuesta llegó días después, de boca de Javier Montero, figura enigmática y enlace directo con la cúpula del cártel.

Montero, sereno y calculador, habló con una lógica gélida: “Si México cae en manos extranjeras, perdemos todo. Perdemos rutas, recursos, control.
Preferimos un México fuerte —aunque controlado desde la sombra— que un México invadido.” Su mensaje era claro: el enemigo de mi enemigo puede ser, por un momento, mi aliado.
A partir de ese encuentro, se formó una alianza imposible. Alito aceptó mantener comunicación con el grupo, bajo condiciones estrictas: sin dinero, sin favores políticos, solo intercambio de información para neutralizar la amenaza extranjera.
El general retirado Miguel Ordóñez, ex inteligencia militar, validó la veracidad del peligro y aconsejó a Moreno “caminar sobre hielo, pero sin detenerse”.

Durante las semanas siguientes, la red de Alito y la del CJNG trabajaron en paralelo. Los hallazgos confirmaron que el eje de la conspiración era Axium Global Investments, un conglomerado internacional que, bajo apariencia legal, adquiría empresas mexicanas de energía, aeropuertos y ciberseguridad.
Tras rastrear su origen, descubrieron conexiones con fondos soberanos de países con ambiciones expansionistas y exagentes de inteligencia extranjeros.
El punto culminante del plan era el Foro de Seguridad Nacional de Monterrey, donde Montero advirtió sobre un intento de secuestro de altos funcionarios.
El caos resultante sería utilizado como pretexto para instaurar medidas de “seguridad extraordinarias” y entregar el control de la infraestructura a empresas extranjeras.
Mientras tanto, la familia de Alito empezó a recibir señales de vigilancia. Su hijo, Antonio, fue seguido por autos desconocidos. Vecinos reportaron hombres preguntando por sus horarios escolares. El mensaje era claro: la guerra ya había comenzado.

La noche del operativo, un grupo combinado de fuerzas de seguridad y una “fuente anónima” —vinculada al CJNG— desmanteló la operación en Monterrey.
Doce detenidos, entre ellos exfuncionarios con nexos con Axium. Cuatro días después, el Congreso presentó pruebas irrefutables: México había estado al borde de una intervención encubierta.
El último mensaje de Ortega a Alito fue breve, casi solemne: “Misión cumplida. Acuerdo respetado.”
Desde entonces, la figura de Alito Moreno cambió para siempre. De político cuestionado pasó a ser visto como el patriota pragmático que eligió caminar entre sombras para preservar la independencia del país.
Algunos lo llaman héroe; otros, traidor. Pero todos coinciden en algo: México se salvó, aunque el precio fue alto.
Hoy, cuando su nombre resuena nuevamente como posible candidato presidencial, la pregunta persiste en los pasillos del poder:
¿Se puede salvar una nación sin ensuciarse las manos?
¿O, a veces, el patriotismo exige mirar de frente al abismo?