Existe una verdad dolorosa que emerge bajo el manto de la legalidad: cuando no se puede encontrar al verdadero culpable, se construye uno.
La desaparición de la estudiante Kimberly Hillary Moya González revela un proceso “investigativo” que parece orientarse más a producir resultados rápidos que a buscar justicia y verdad.
La población ha sido guiada a creer en una victoria judicial, mientras la única pregunta que importa queda relegada: ¿dónde está Kimberly?
Kimberly desapareció la tarde del 2 de octubre, en un breve trayecto hacia un cibercafé para imprimir una tarea escolar.

Era alumna del CCH Naucalpan de la UNAM, una joven llena de sueños, disciplinada, deportista y amante del arte. Su único “pecado”: haber nacido en México, un país donde más de 130 mil personas están desaparecidas sin rastro.
Los primeros días estuvieron marcados por la inacción. Sin alerta urgente, sin movilización prioritaria de recursos, sin una investigación que compitiera contra el tiempo.
Nadie corrió para salvar a una joven que podría estar necesitando ayuda. Su madre, Jaqueline Hernández, se vio obligada a gritar que su hija existía, en una nación acostumbrada a las desapariciones. Ella bloqueó una de las arterias viales más importantes del país.
A cambio, recibió la furia de quienes prefirieron preocuparse por el tráfico antes que por la vida de su hija.

La demora no es un caso aislado. México registra un aumento de casi 60% en desapariciones durante la administración actual. La mayoría de los expedientes permanecen como archivos muertos.
Bajo este contexto, el caso de Kimberly recibió atención mediática excepcional, y esa visibilidad se convirtió en presión para que la Fiscalía fabricara una respuesta.
Tras el estallido público, llegó el anuncio. La Fiscalía del Estado de México presentó la detención de dos hombres: Gabriel Rafael N. y Paulo Alberto N.
Se les describió como un dúo “depredador serial” que habría secuestrado a Kimberly usando un Volkswagen gris. Incluso exhibieron una supuesta estrategia sistemática de engaño mediante tarjetas de oferta laboral temporaria. Todo un guion listo para una película policiaca.

La pieza central de esa “victoria” fue una prueba forense: rastros de sangre en unas botas café encontradas en el taller mecánico de Gabriel.
Lo insólito recae en la velocidad del análisis: en cuestión de un fin de semana se “confirmó” que el ADN era de Kimberly. Peritos independientes no tardaron en ridiculizar la hazaña, recordando que miles de familias esperan resultados durante años.
Al margen del relato oficial, surgieron testimonios que detonaron más dudas que certezas. Jessica García, hija de Gabriel, denunció públicamente que la detención de su padre fue un montaje.
Según ella, primero fue llevado sin orden judicial como supuesto testigo, desapareció tres días bajo custodia, y posteriormente emergió convertido en un “criminal perfecto”.

La familia fue mantenida en la oscuridad en un proceso que viola de principio a fin las garantías básicas.
Abogados y especialistas detectan una manipulación evidente de la actuación judicial. La prisión preventiva “justificada” fue impuesta bajo el argumento de la perspectiva de género, un principio noble en el combate a la violencia contra las mujeres, pero que aquí parece funcionar como un escudo para legitimar irregularidades.
El caso no solo cuestiona la participación real de los detenidos. También exhibe una táctica institucional: cerrar expedientes en lugar de encontrar personas.
Se promovieron versiones contradictorias para distraer a la familia y a la opinión pública. Desde intentar hacer creer que Kimberly se fue por voluntad propia, hasta culpar a un conocido de la familia. Todo para dar la impresión de que el asunto “estaba en curso”.
A pesar de las detenciones, la duda mayor permanece intacta: ¿dónde está Kimberly? La verdad de su paradero ha sido desplazada por una narrativa que solo busca calmar a la audiencia, no resolver la tragedia.

En un país que arrastra el dolor de más de cien mil familias, la lucha de Jaqueline continúa siendo un eco en la noche. Sin embargo, ella no se rinde.
“No busco lástima. Solo busco a mi hija”, afirma. Una declaración contundente ante la incoherencia que presenciamos. Si realmente se procura justicia para las víctimas, ¿por qué la verdad queda tan lejos?
La desaparición de Kimberly no se resuelve encarcelando a dos hombres convertidos en villanos convenientes.
La justicia no puede construirse con testigos transformados, con cateos milagrosos ni con ADN exprés. La justicia solo nace cuando la verdad se respeta y cuando la búsqueda de la víctima está en el centro de toda acción estatal.

Hasta que eso ocurra, el caso de Kimberly Moya seguirá revelando una amarga realidad: a veces, lo único que se protege en este sistema es el rostro de quienes ostentan el poder.
La pregunta clave no es “¿quién cometió el delito?” sino:
¿A quién protegen detrás del telón de este montaje?
Y, por encima de todo:
¿Dónde está Kimberly Moya?
¿Sigue esperando que alguien la encuentre antes de que sea demasiado tarde?
La responsabilidad de toda una nación es no dejar que esa pregunta se ahogue en el olvido.