Han pasado 20 días desde que siete disparos rompieron la noche iluminada del festival Las Velas en el centro de Uruapan, pero el eco político y social que dejó la muerte de Carlos Alberto Manso Rodríguez aún no muestra señales de disminuir.
Todo México sigue temblando ante una pregunta que no da tregua: ¿Quién ordenó silenciar al hombre al que el pueblo llamaba “el Bukele mexicano”?
¿Por qué un alcalde independiente, símbolo de confrontación y transparencia frente al crimen, fue asesinado en medio de una multitud,
frente a las cámaras y bajo la mirada aterrada de cientos de personas? Y, sobre todo: ¿Qué motivo exigía que él muriera?

Carlos Alberto Manso Rodríguez, nacido en 1985 en Michoacán, no creció bajo el brillo de ninguna dinastía política.
No pertenecía a una familia influyente y tampoco contaba con el respaldo de las estructuras partidistas tradicionales.
Antes de convertirse en alcalde de Uruapan, fue legislador, pero su ascenso no estuvo marcado por acuerdos de élite, sino por la indignación ciudadana ante un Michoacán devorado por la violencia.
Lo que hizo que la gente lo recordara no fueron discursos ornamentados, sino una forma de hablar directa, áspera y profundamente humana.

Manso hablaba como habla la gente cansada, como habla alguien que ya no teme enfrentar la realidad. Su autenticidad lo convirtió en una figura distinta en un México acostumbrado a las negociaciones en la sombra entre política, crimen y conveniencias.
En 2024 tomó una decisión que sacudió el tablero: competir por la alcaldía de Uruapan como candidato independiente. Un desafío frontal al sistema político michoacano, donde muchos cargos suelen estar amarrados a intereses invisibles y alianzas históricas.
Su campaña no tuvo espectaculares, ni mensajes diseñados para las redes, ni asesores de imagen.
Él caminó barrio por barrio, habló en los mercados, entró en casas humildes y escuchó sin papeles, sin guiones, sin filtros. Prometió cosas simples: trabajo real, supervisión real, presencia real. No milagros. No slogans vacíos.

Paradójicamente, esa sencillez fue su fuerza. Ganó las elecciones con la promesa de una “mano dura” contra el crimen y con una frase que resonó en todo Uruapan:
“Aquí no gobierna el crimen. Aquí gobierna el pueblo.”
Desde que asumió en septiembre de 2024, Manso transformó la oficina del alcalde en un frente activo contra la delincuencia.
No se limitó a dar órdenes desde un escritorio: encabezó patrullajes nocturnos, obligó a la policía municipal a rendir cuentas y denunció públicamente la falta de apoyo del gobierno estatal.
Llamó por su nombre a los grupos armados, expuso redes de extorsión y criticó las complicidades que durante años permitieron a las organizaciones criminales operar con impunidad. Para la ciudadanía, era un rayo de esperanza. Para muchos otros, una amenaza.

Y así nació el apodo de “el Bukele mexicano”: no solo por su estilo severo, sino por su presencia constante, su retórica desafiante y su decisión de enfrentar a los grupos criminales a plena luz pública.
Pero ese apodo también marcó su sentencia de peligro.
Y luego llegó la noche del 1 de noviembre de 2025.
El festival Las Velas —una celebración vibrante del Día de Muertos, con velas, música y tradiciones ancestrales— debía ser una noche de paz.
En cambio, se convirtió en el escenario de una tragedia nacional.
Alrededor de las 20:00 horas, entre la multitud, un atacante se acercó y disparó al menos siete veces con una pistola calibre 9mm. El caos estalló. Niños llorando, familias corriendo, gritos, sirenas, pánico.

Manso fue trasladado de inmediato al hospital, pero falleció minutos después. Uno de los atacantes fue abatido en el lugar. Dos más fueron detenidos mientras intentaban escapar.
Sin embargo, como suele ocurrir en México, detener a los ejecutores no significa descubrir a quienes dieron la orden.
Dos grandes hipótesis surgieron casi de inmediato.
La primera —y la principal línea de investigación— apunta al crimen organizado. Manso había golpeado duramente las operaciones de extorsión y los ingresos de varios grupos criminales en Uruapan.
Al revelar identidades, exponer redes de corrupción policial y negarse a aceptar sobornos, se convirtió en un enemigo peligroso para organizaciones que gobiernan mediante el terror.
Asesinarlo no solo eliminaba a un opositor, sino que enviaba un mensaje:
“Este es el límite que la política no debe cruzar.”

La segunda hipótesis está relacionada con tensiones políticas internas. Su independencia, su popularidad y su ruptura con las estructuras tradicionales afectaron intereses arraigados.
No son pocos los que sospechan que para que un atacante se le acercara en un evento tan concurrido, tuvo que existir algún tipo de facilitación desde dentro del aparato de seguridad. Una sombra incómoda que las autoridades están obligadas a investigar.
Sea cual sea la verdad, ambas hipótesis coinciden en algo: Manso tocó zonas prohibidas que pocos políticos se atreven a tocar.
Veinte días después, México sigue sin respuestas claras. El gobierno estatal y federal prometen una investigación exhaustiva, pero la población de Uruapan se mantiene escéptica.

No es la primera vez que un alcalde, un legislador o un candidato cae víctima de la violencia, y en la mayoría de los casos, los autores intelectuales nunca aparecen.
En la escena del ataque, la gente continúa dejando flores. En las paredes del centro histórico, su nombre aparece pintado en letras blancas.
En las plazas, los ciudadanos oran por él. Pero detrás de cada gesto de duelo hay una pregunta que permanece clavada como una espina:
¿Murió Carlos Manso por hablar, o por hacer lo que otros solo se atrevieron a decir?
Su asesinato no es solo la tragedia de Uruapan; es el reflejo de un país donde decir la verdad puede convertirse en una sentencia y donde un líder honesto puede caer precisamente por ser honesto.
Hasta que la verdad salga a la luz, la sombra del “Bukele mexicano” seguirá sobrevolando la política mexicana como un recordatorio inquietante: hay batallas que son tan peligrosas que, a veces, basta con iniciarlas para pagar un precio irreversible.