Las confesiones de RICARDO GONZÁLEZ, y el error que hoy lo tiene en la mira de las autoridades.

Una mañana en San Victorino, Bogotá, entre el bullicio de los vendedores y el olor a fritura, apareció un hombre caminando lentamente entre la multitud.

Vestía de negro, la misma ropa de la noche anterior. En sus manos aún se notaban las heridas frescas, pequeños cortes con rastros de sangre seca en los nudillos.

Nadie se fijó demasiado, hasta que dijo con voz tranquila, casi distraída: “Tuve un problema, me agarré a pelear.”

Nadie imaginó que esa frase sería la primera confesión de un homicidio que estremecería a toda Colombia.

El hombre era Ricardo González, un trabajador común que creía haber salido de una simple pelea callejera. No sabía que aquel impulso de furia había puesto fin a la vida de Jaime Esteban Moreno, un joven estudiante universitario, y lo había convertido a él en uno de los hombres más buscados del país.

Sus compañeros recuerdan que esa mañana González parecía completamente sereno. Cumplió su turno como si nada, acomodó mercancías, revisó inventarios, habló poco.

Algunos dijeron que su voz sonaba cansada, como si apenas hubiera dormido. Lo que nadie podía entender era su calma: había herido a un hombre de muerte, y sin embargo seguía trabajando con la naturalidad de quien apenas ha tenido una discusión cualquiera.

Esa frialdad, más que un detalle, era la señal de un vacío moral profundo, de una mente acostumbrada a convivir con la violencia sin sentir su peso.

Los psicólogos lo llaman “desconexión emocional”: cuando el individuo deja de percibir la gravedad de sus actos.

En el caso de Ricardo, golpear a alguien y volver al trabajo formaban parte de un mismo día, como si la violencia no tuviera consecuencias. Así, su comentario —aparentemente inocente— se transformó en la pieza clave de una confesión involuntaria.

Horas más tarde, al escuchar en las noticias que Jaime Esteban Moreno había muerto, algo cambió en su mirada.

Un testigo aseguró que González se quedó inmóvil frente al televisor, en silencio, unos minutos. Luego se dio media vuelta y siguió trabajando.

Pero a partir de ese momento, su mundo comenzó a derrumbarse. Comprendió que el “problema” del que había hablado con tanta ligereza ya no era una simple pelea: era un crimen.

Las cámaras de seguridad lo captaron a las 9:38 de la mañana del 1 de noviembre, más de 30 horas después del ataque. Vestía la misma ropa negra. Caminaba con calma.

Trabajó unas horas, conversó brevemente con un compañero y, sin decir nada más, cerró el local, entregó las llaves y desapareció. No hubo despedidas, ni explicación alguna. Fue la última vez que alguien lo vio.

Aquel momento marcó el punto de quiebre: Ricardo González dejaba de ser testigo para convertirse en fugitivo. Su rastro se esfumó sin dejar huella.

No hubo llamadas, ni movimientos bancarios, ni actividad en redes sociales. Todo indicaba que se había desvanecido. Las autoridades sospechan que pudo viajar a Cartagena, donde reside parte de su familia materna.

Sin embargo, pese a los operativos, no se ha encontrado ninguna pista sólida. Algunos investigadores creen que alguien lo ayudó a esconderse, quizá antiguos compañeros del puerto donde trabajó años atrás.

Mientras tanto, el caso de Jaime Esteban encendió la indignación pública. Los estudiantes de la Universidad de los Andes salieron a las calles exigiendo “Justicia para Jaime”.

En las pancartas se leía: “La violencia no se justifica.” En las redes, el nombre de Ricardo González se volvió tendencia, símbolo del enojo colectivo no solo por el crimen, sino por la indiferencia que lo siguió.

El fiscal general identificó a González como el autor directo del golpe que dejó inconsciente a la víctima, mientras que su cómplice, Juan Carlos Suárez Ortiz, también exalumno de Los Andes, fue arrestado y enfrenta cargos por homicidio doloso agravado.

En su testimonio, Ortiz declaró que ambos huyeron del lugar asustados, pero que solo Ricardo mantuvo una calma perturbadora. “No dijo nada. Miró sus manos y murmuró: ‘Creo que estará bien.’” relató Ortiz ante el tribunal.

Hoy, el caso ha dejado de ser solo un expediente judicial: es un espejo de la sociedad colombiana contemporánea, una que ha aprendido a convivir con la violencia hasta el punto de normalizarla.

Para muchos sociólogos, Ricardo González es el producto de una generación que ha perdido la noción del valor de la vida y de la consecuencia moral de los actos. En su historia, la rabia reemplaza a la reflexión, y la violencia se vuelve un lenguaje cotidiano.

Su frialdad no es únicamente un rasgo personal, sino la evidencia de una sociedad anestesiada ante el dolor ajeno. Cuando la muerte de otro deja de conmovernos, cuando una vida perdida se reduce a “un problema”, la justicia llega tarde, o no llega nunca.

La madre de Jaime Esteban, en una entrevista con El Tiempo, lo expresó con una mezcla de tristeza y dignidad: “No quiero venganza. Solo quiero que él aparezca y diga: ‘Yo lo hice.’ Nada más.” Pero el silencio de González pesa más que cualquier condena.

Hoy su rostro está en los carteles de “Se busca” en Bogotá, Cali y Medellín. Sin embargo, más que un fugitivo, Ricardo González se ha convertido en un símbolo del colapso moral de una época: la de los hombres que ya no distinguen entre un error y un crimen, entre la ira y la culpa.

Y mientras la justicia lo persigue, su historia deja flotando una pregunta que duele:
¿En qué momento un ser humano pierde la capacidad de reconocer el límite entre la violencia y la humanidad?

Quizá lo más inquietante sea pensar que esa frontera, tenue e invisible, puede habitar también en cada uno de nosotros.

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