¡HARFUCH REVELA QUE GUARDAESPALDAS DE CARLOS MANZO LO DEJARON MOR1R!

Uruapan, la noche de las luces y la memoria, donde miles de velas iluminaban la plaza central para honrar a los muertos, se convirtió en el escenario de uno de los asesinatos más estremecedores en la historia política reciente de México.

El alcalde Carlos Manso Rodríguez, símbolo de valentía e integridad en una tierra dominada por los cárteles, cayó entre la multitud —

no solo por las siete balas que atravesaron su pecho, sino por la traición de aquellos que juraron protegerlo.

El instante fatal ocurrió a las 8:10 de la noche. El sonido de los disparos rasgó el aire festivo, entre la música del Día de Muertos y el resplandor de las velas que cubrían las escalinatas de piedra.

Una figura encapuchada, con sudadera blanca y rostro medio oculto, avanzó con calma. Sacó una pistola calibre 9mm, sonrió, y disparó siete veces seguidas. Cada bala fue como una grieta en el corazón de la ciudad, atravesando el aire perfumado con copal y cempasúchil.

Manso cayó frente a su esposa, Grecia Quiroz, y dos de sus escoltas más cercanos. Nadie se movió. Nadie disparó de vuelta. Ningún radio emitió una alerta. En pocos segundos, todo se congeló, y el silencio de los 26 escoltas armados resonó más fuerte que los disparos.

Carlos Manso nació en Uruapan, no en una oficina ni en una cuna política, sino en una casa de adobe humilde. No fue hijo del poder, sino del esfuerzo.

De joven vendía periódicos para pagar sus estudios, hasta llegar a ser líder estudiantil y abogado becado. Sus amigos recuerdan su frase más repetida: “Si algún día me matan, que sea porque no bajé la cabeza.”

Durante su mandato, se convirtió en una piedra en el zapato para el crimen organizado. Se negó a aceptar sobornos, cerró rutas de extorsión y ordenó personalmente la captura de René “El Rino” Belmonte, un jefe del CJNG en la región.

Desde entonces, vivía bajo amenaza constante. “No me iré de esta ciudad — decía — nací aquí, y si muero, moriré aquí.”

Horas antes del ataque, comentó a su asistente: “Hay algo raro… hay miradas que ya no me saludan como antes.” Fue, sin saberlo, su propia premonición.

La investigación liderada por Omar García Harfuch destapó un entramado de horror. En su primera declaración, el jefe de seguridad afirmó con voz gélida: “Esto no fue un fallo táctico. Fue una infiltración. Fue una traición.”

El asesino resultó ser Víctor Manuel Ubaldo Vidales, un menor de edad adicto al cristal, reclutado por el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).

Su misión no era solo matar, sino matar ante todos, frente a las cámaras y bajo la mirada impotente de los propios escoltas del alcalde, para enviar un mensaje de terror: que ni la protección más densa podía salvarte si la corrupción ya estaba dentro.

Pero lo más escalofriante fue descubrir que el crimen no se planeó desde afuera — sino desde dentro del propio círculo de seguridad de Manso.

Dos semanas antes del festival, la lista de escoltas fue “ajustada”: se añadieron varios nombres nuevos, sin revisión completa.

Uno de ellos carecía de registro oficial; otro no pasó las pruebas de confianza. Ambos desaparecieron tras los disparos. Las radios estaban apagadas. Las armas, sin cargadores. Los GPS, desconectados.

En el teléfono de un escolta se halló un mensaje recibido el día anterior:
“Mañana, apágalo y vete.”
Una orden breve. Una sentencia de muerte.

El expediente revela que el asesinato se dividió en cuatro fases cuidadosamente diseñadas:
(1) Reclutar al asesino: un joven adicto, manipulable, descartable.
(2) Infiltrar el equipo de seguridad: reemplazar a escoltas leales con elementos falsos.
(3) Manipular el recorrido: convencer a Manso de regresar tres veces al punto exacto donde lo ejecutaron.
(4) Neutralizar la reacción: cortar las comunicaciones y desviar a la Guardia Nacional con un falso reporte de disturbios.

En la casa del asesino, en Paracho, la policía encontró una libreta negra. Dentro, estaban escritos los detalles: hora, dirección, y una frase — “la foto final” — la excusa usada por los escoltas para retener al alcalde.

En la última página, con tinta roja y letra distinta, una frase helada: “No te preocupes, ya le dijeron que se quede.”

Cuando Harfuch habló en conferencia de prensa, su tono era el de quien sabe que ha mirado al abismo:
“Este caso es una puñalada al corazón del Estado. Una ejecución con complicidad interna — lo peor que puede ocurrirle a una institución.”

Ordenó activar el Protocolo Centinela, una operación reservada solo para casos de traición institucional.

El informe preliminar descubrió que cinco escoltas habían sido sustituidos en menos de una semana; dos no aprobaron sus pruebas, uno mantenía contacto indirecto con operadores del CJNG. Tres desaparecieron junto con sus familias. Sus radios fueron hallados en un basurero.

En el funeral, Juan Manso, hermano del alcalde, gritó entre lágrimas:
“Esto no fue un fallo de seguridad. Fue una traición planificada.”
El féretro, cubierto con la bandera nacional, pasó frente a la plaza donde Carlos Manso fue abatido. Aún quedaban manchas de sangre sobre las piedras.

El asesinato de Manso no solo arrebató una vida, sino la confianza de toda una sociedad. Tras la tragedia, varios alcaldes en Michoacán solicitaron retirarse de sus cargos. No por miedo a los cárteles — sino por miedo a sus propios hombres.

La gente de Uruapan encendió velas alrededor de la estatua donde Manso, en su primer mitin, había dicho: “No se puede matar una idea de justicia.” Pero esa noche, la justicia parecía haber caído junto a él.

El caso Manso dejó una herida abierta en la política mexicana: el uniforme ya no distingue a los leales de los traidores. En un país donde los cárteles no solo atacan con armas, sino con dinero y miedo, su muerte es un recordatorio brutal: ningún muro es seguro si quien sostiene la puerta ya se vendió.

Uruapan sigue iluminándose cada Día de Muertos, pero ahora las velas no celebran la memoria: la lloran. En los escalones donde cayó Manso, alguien grabó una frase:
“Murió por no bajar la cabeza… y por creer que los que estaban a su lado tampoco lo harían.”

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