Cuando Omar García Harfuch reveló la identidad del asesino del alcalde de Uruapan, Carlos Manso, México entero quedó paralizado.
Nadie imaginaba que el “sicario” sería apenas un adolescente de 17 años — Víctor Manuel Ubaldo Vidales — nacido en la pobreza, criado en el abandono, y finalmente absorbido por la maquinaria del crimen como una pieza desechable.
Según los informes de la investigación, Víctor era originario de Paracho, un pequeño pueblo montañoso conocido por su tradición de fabricar guitarras.
Su madre, una mujer sola, vendía comida en una esquina de la plaza; su padre los abandonó cuando Víctor tenía apenas diez años.

Sus amigos cuentan que soñaba con ser carpintero, pero el sueño se desvaneció entre las drogas y las malas compañías.
A los 17 años, había dejado la escuela, era adicto al cristal y sobrevivía con trabajos esporádicos. Los reclutadores del CJNG (Cártel de Jalisco Nueva Generación) lo vieron como el arma perfecta: joven, pobre, sin identidad y fácil de manipular.
En la última semana de octubre, Víctor salió de casa diciendo que “iba a trabajar unos días”. Nadie imaginó que ese viaje sería sin retorno. Cuando regresó, su nombre ya estaba manchado de sangre.
La noche del Día de Muertos, la plaza Morelos rebosaba de luz, flores y música. En el escenario, el alcalde Carlos Manso hablaba sobre la “unidad y el orgullo de Uruapan”.
Entre la multitud, una figura con sudadera gris avanzaba sin titubear. Las cámaras del C4 registraron cada paso: tranquilo, sin vacilación, sin miedo. Seis disparos en menos de cuatro segundos. Manso cayó. El caos se apoderó del lugar. Víctor desapareció entre los gritos.

El arma — una pistola 9mm — no era cualquiera. Los peritos confirmaron que ya había sido usada en dos homicidios previos: uno en una barbería el 16 de octubre y otro en un bar el 23 del mismo mes.
Que la misma arma se empleara en tres crímenes consecutivos no era coincidencia. Harfuch la llamó una “firma criminal”, el sello de CJNG para demostrar su dominio territorial.
Más tarde, los investigadores descubrieron que Víctor recibió 25,000 pesos por la ejecución, menos de lo que cuesta un teléfono móvil.
En los chats recuperados de su celular, los reclutadores lo llamaban “iniciado”: el primer escalón de un proceso de adoctrinamiento brutal — droga, aislamiento, obediencia y, al final, asesinato. A esos jóvenes, el cartel los llama con una frialdad espeluznante: “niños descartables.”

Cuando lo detuvieron, Víctor no tenía antecedentes penales, ni documentos, ni nadie que respondiera por él. “Un soldado sin historia”, así lo definió Harfuch. No sabía que estaba cerrando el último capítulo de la vida de un alcalde — y el suyo propio.
Harfuch calificó el caso como un ejemplo de “terrorismo criminal”. “Un menor drogado, armado y programado para matar a un funcionario protegido — eso no es azar, es estrategia”, declaró.
Ordenó un operativo para desmantelar toda la red del CJNG entre Paracho y Uruapan, tras hallar entre las pertenencias de Víctor una hoja con un número telefónico manuscrito, presuntamente vinculado a la estructura financiera del cártel.

La muerte de Manso dejó un vacío político y una herida profunda en la población. Su esposa, Grecia Quiroz, asumió la alcaldía con lágrimas en los ojos. Durante la ceremonia de homenaje solo dijo: “Él creía que incluso el mal podía redimirse. Pero el mal le arrebató esa fe.”
En Paracho, la madre de Víctor sigue vendiendo sopa caliente en la esquina del mercado. Cuando se le pregunta, apenas murmura: “Mi hijo no era un asesino.
Era un niño perdido.” Sus palabras suenan como un réquiem: detrás de cada verdugo, a veces, hay una víctima de la pobreza y del abandono.
El caso expuso una verdad aterradora: el CJNG está creando un ejército de menores, formados en la desesperanza y el vicio.
Jóvenes sin papeles, sin nombre y sin futuro, convertidos en espectros urbanos, hijos de un sistema que ya no promete nada. Son el producto de una sociedad donde se ha roto el pacto de confianza — con la familia, con el Estado, con la vida misma.

“Estamos ante una nueva forma de guerra”, advirtió Harfuch. “El enemigo no son hombres armados; son niños con rostros inocentes y manos ensangrentadas.”
El asesinato de Uruapan no fue solo un crimen: fue el espejo de una nación que se desangra. Cuando un adolescente puede atravesar un cerco de 24 guardias, matar a un alcalde y desvanecerse en la oscuridad, la pregunta ya no es “¿Quién lo ordenó?”, sino “¿Cómo dejamos que esto sucediera?”
En México, la sangre se ha vuelto rutina. Pero cada vez que un niño muere — ya sea víctima o verdugo — el país pierde otro fragmento de su alma.
Y en medio del silencio sepulcral de la conferencia de prensa, Harfuch lanzó una pregunta que aún retumba:
“¿Cuántos Víctor más esperan a que alguien les entregue un arma y un objetivo?”
No fue una pregunta para los periodistas, sino para todos los mexicanos que hoy observan, impotentes, cómo una generación entera está siendo robada.