El ÚLTIMO OPERATIVO DE CARLOS MANZO

Muchos lo llamaban “el alcalde sin miedo”. Pero para Carlos Manso, el miedo no era algo que debía evitarse, sino algo que debía enfrentarse.

En una tierra donde la oscuridad y la violencia se habían vuelto rutina, Manso eligió un liderazgo distinto: mirar de frente al mal.

Cada noche, cuando la ciudad dormía, él dejaba su oficina, se ponía el chaleco antibalas, tomaba el radio y salía con la policía.

No para dar órdenes desde lejos, sino para servir de ejemplo. Sus “recorridos nocturnos” se convirtieron en un símbolo, una declaración viva de que un líder debía arriesgarse tanto como la gente a la que representaba.

“Yo no trabajo por horario”, decía. “Cuando mi pueblo tiene miedo, yo no puedo quedarme sentado. Si tengo que elegir, elijo salir a la calle con ellos.”

En entrevistas, nunca esquivaba las preguntas sobre el peligro. “Sé bien que hay tres caminos para mí: la cárcel, la muerte o el éxito. Ya elegí, y no hay vuelta atrás.” Hoy, esas palabras suenan como una profecía cumplida.

Antes de cada patrullaje, Manso rezaba. “Dejo todo en manos de Dios”, solía decir. Aquella fe era su único refugio en medio de noches impredecibles.

Dormía apenas cinco horas, a veces menos, y volvía a salir al amanecer. “Este no es trabajo para débiles”, solía bromear. “Hay que tener cuerpo y espíritu fuertes, porque el enemigo nunca duerme.”

Para él, la lucha contra el crimen no era solo una batalla policial, sino una cruzada por recuperar la confianza del pueblo.

Al iniciar su administración en septiembre, detectó que el robo de vehículos era el delito más común. Ordenó operativos permanentes, patrullajes las 24 horas y revisiones estrictas.

En pocos meses, los robos disminuyeron, decenas de delincuentes fueron arrestados y se incautaron armas militares, incluidas granadas y municiones calibre .50, así como drones cargados con explosivos.

Pero cada victoria tuvo su precio. El crimen reaccionó. Cambió de táctica, se volvió más violento, más astuto.

“Cuando llueve, salen,” contó Manso, “porque las capuchas y las sudaderas les ayudan a ocultar el rostro.” Para él, las noches de lluvia nunca fueron tranquilas: el sonido sobre los techos, los faros en una calle vacía, cualquier detalle podía significar peligro.

Durante los operativos, ordenaba a los agentes revisar vehículos y personas sospechosas. A quienes cometían faltas leves, los advertía con respeto; pero ante la evasión, actuaba de inmediato.

“Primero se advierte, pero nunca se baja la cabeza”, insistía. Su filosofía era clara: la ley debía ser humana, pero jamás temerosa.

En varias ocasiones encabezó convoyes hacia zonas que la propia policía llamaba “puntos de muerte”. En una colina a las afueras de Uruapan, escenario de enfrentamientos entre grupos criminales, las autoridades hallaron decenas de cadáveres, armas pesadas y drones explosivos. Cuando le preguntaron por qué arriesgaba tanto, respondió: “Si yo no voy, ¿quién irá?”

Mientras combatía el crimen, también luchaba por la dignidad de su pueblo. Uruapan necesitaba más de 1,100 agentes, pero Manso no aceptaba a cualquiera.

“No necesitamos cantidad, sino calidad”, repetía. Revisaba personalmente los expedientes, buscando hombres y mujeres incorruptibles. Su meta era crear una policía ética, una fuerza al servicio del pueblo, no del miedo.

También impulsó un programa de asistencia ciudadana gratuita, con grúas municipales que ayudaban a conductores varados sin cobrar nada. “A veces nos ofrecen café o una propina, pero nunca la pedimos”, explicaba. “Así la gente sabe que el gobierno aún está aquí para servir, no para abusar.”

Para Manso, transformar una ciudad significaba más que eliminar delincuentes; significaba reconstruir la confianza entre las personas. “El crimen no solo roba dinero —decía—, roba la esperanza. Y eso es lo que quiero devolverles.”

Lo que lo distinguía era su visión del mal. “El crimen ya no es lo que era”, advertía. “Antes se trataba de narcotráfico, de ajustes entre grupos.

Ahora atacan a la sociedad civil: extorsionan, amenazan, secuestran. Quieren que el miedo gobierne. Y eso no puedo permitirlo.” Aquel mensaje, grabado en una entrevista, fue su último manifiesto como líder.

Poco después, la tragedia se consumó. Carlos Manso fue emboscado y asesinado a tiros. Recibió varios impactos mientras se desplazaba por la ciudad.

Murió camino al hospital. La noticia corrió como un relámpago. Esa noche, cientos de personas salieron a las calles con velas y flores. En los muros alguien escribió: “El único alcalde en 75 años que vivió por su pueblo.”

Durante su funeral, muchos lloraron al oír de nuevo sus palabras:

“Podrán matarme, podrán llevarme, pero allá afuera sigue un pueblo que exige justicia.”

Aquella frase se volvió un emblema. Apareció en pancartas, murales y paredes de barrios humildes por donde él solía patrullar. Una mujer anciana, entre sollozos, susurró junto al féretro: “Mi hijo murió por culpa del crimen, y él fue el único que me devolvió la fe en la justicia.”

Carlos Manso murió, pero su historia no terminó. Dejó una pregunta abierta a toda una nación: ¿cuántos líderes quedan dispuestos a salir a la calle cuando la ciudad duerme? ¿Cuántos se atreverán a enfrentarse a la oscuridad sin esconderse detrás del poder?

En Uruapan sigue lloviendo. Pero en el corazón de su gente, el nombre de Manso brilla como un faro —no de autoridad, sino de valentía y fe en medio del miedo.

Porque su última operación no fue solo un patrullaje: fue una lección para México entero. A veces, el precio de la esperanza no es la victoria… sino la vida de quien se atrevió a creer.

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