Ya no se trata de un simple atentado político. Los datos revelados en las últimas 72 horas están mostrando algo mucho más doloroso:
una traición desde dentro del propio equipo de seguridad, aquellos hombres que habían jurado proteger al alcalde de Uruapan, Carlos Manso.
Al principio, todas las teorías apuntaban a una emboscada externa: sicarios profesionales, un plan perfectamente calculado y órdenes provenientes de las sombras del poder.
Pero cuando los peritos de la Secretaría de Seguridad comenzaron a cruzar los datos, las anomalías se multiplicaron.

Una fuente dentro de la investigación lo resumió con crudeza: “No hubo irrupción desde fuera. Lo que hubo fue una puerta abierta desde dentro.”
Durante las primeras 48 horas, el equipo dirigido por Omar García Harfuch descubrió una serie de omisiones inexplicables en el esquema de protección del alcalde.
Rutas que debían estar bloqueadas quedaron abiertas. Los vehículos de escolta se desviaron de su posición asignada. Y lo más inquietante: la red de radio interna se interrumpió exactamente durante cuatro minutos, el mismo lapso en que se produjo el tiroteo.
En la conferencia de prensa del lunes por la mañana, Harfuch habló con frialdad:
“Las balas se pueden rastrear, pero la traición deja un silencio que también se puede escuchar. Está en las pausas, en las miradas, en los huecos del registro digital.”

Cuando se ejecutaron las órdenes de cateo de madrugada, las autoridades incautaron dispositivos con grabaciones encriptadas en las casas de tres escoltas. En uno de los teléfonos aparecían mensajes que hablaban de “ventanas” y “ajustes de ruta”.
Un cuaderno, desgastado pero exacto al minuto, fue hallado en el departamento de uno de los sospechosos. Una nota decía: “Salida a las 25”, coincidiendo exactamente con la hora en que el convoy del alcalde abandonó la plaza.
“Ya no es una hipótesis,” dijo uno de los investigadores. “Es un mapa dibujado por la propia mano del traidor.”
Al mismo tiempo, los analistas financieros detectaron transferencias fragmentadas hacia cuentas a nombre de prestanombres vinculados a miembros del equipo de seguridad.

Los depósitos eran pequeños, dispersos entre diferentes bancos: el patrón clásico del lavado de dinero por capas.
Algunos retiros coincidían con las ubicaciones donde los escoltas figuraban en los registros de turno.
La fiscalía ordenó el congelamiento inmediato de todas las cuentas sospechosas y la incautación de los dispositivos electrónicos para rastrear el origen de los fondos.
“El dinero nunca miente,” comentó Harfuch. “Solo hay que tener paciencia para escuchar lo que dice.”
Los interrogatorios nocturnos dibujaron un panorama aún más oscuro. Uno de los detenidos, exintegrante del equipo de seguridad, declaró que “alguien del grupo fue contactado por personas con poder y dinero.”

No compraron al asesino: compraron la cadena de seguridad, eslabón por eslabón, hasta convertir el escudo del alcalde en una ilusión.
“Nadie tuvo que forzar la puerta,” dijo. “La puerta ya estaba abierta.”
La expresión “ventanas calculadas” se repitió una y otra vez en los testimonios: lapsos de 30 a 90 segundos donde las cámaras se desviaban o las escoltas se alejaban. Brechas diminutas que bastaron para cambiar el destino.
En la última comparecencia pública, Omar García Harfuch apareció sereno pero implacable:
“Hemos confirmado la balística. Hemos identificado los contactos. Y sabemos quién abrió el camino. No hay zona gris para la traición.”
Anunció la detención de cuatro miembros del equipo de seguridad y la apertura de una investigación paralela sobre una red financiera que habría financiado los pagos a los cómplices.

El Ministerio del Interior ordenó una revisión integral de los protocolos de protección de los funcionarios públicos, incluyendo rotaciones obligatorias y controles de confianza más estrictos.
Harfuch lo definió como “una cirugía necesaria para extirpar la rutina y el apego que ciegan la vigilancia.”
Pero detrás de los informes y los peritajes, la tragedia conserva un rostro humano.
Carlos Manso, el hombre al que llamaban “el que no se doblega”, cayó no por el enemigo, sino por la mano que debía cubrirle la espalda.
En la plaza donde fue abatido, cientos de velas arden cada noche. En una valla, alguien colgó un cartel: “No hay justicia si la traición sigue protegida.”

Harfuch cerró su declaración con una promesa solemne:
“Vamos a iluminar cada rincón oscuro, cueste lo que cueste. No solo encontraremos al que disparó, sino también a quien abrió la puerta.”
La muerte del alcalde Carlos Manso ya no es solo un crimen, sino una prueba moral para las instituciones.
Un país solo puede mantenerse en pie cuando la lealtad es incorruptible —y cuando la traición no tiene refugio posible.