En una noche calurosa de finales de noviembre, en el barrio de Cocoyotes —donde el sonido de las motocicletas se confunde con los disparos—, los vecinos encontraron el cuerpo de un adolescente tendido boca abajo sobre la acera, bañado en sangre.
A su lado, una motocicleta Suzuki azul aún encendida marcaba el punto final de un sueño distorsionado. Tenía apenas 15 años.
Lo conocían como “El Cachetes”, un apodo casi infantil para una historia que encierra la tragedia de un joven devorado por la ilusión del poder y el crimen.
Su nombre real era Adrián Guerrero Velázquez. Nació y creció en una zona humilde del distrito Gustavo A. Madero, en Ciudad de México, un territorio asediado por la violencia, las drogas y la pobreza.

A una edad en la que muchos adolescentes sueñan con estudiar o jugar fútbol, Adrián soñaba con convertirse en un capo.
Eligió un nombre nuevo: Christopher Montana, inspirado en el icónico Tony Montana de la película Scarface.
En el filme, Tony es un inmigrante cubano que llega a Miami, asciende en el narcotráfico y muere acribillado en una balacera. Adrián creyó que podía vivir igual. No entendió que la vida real no tiene la gloria de Hollywood.
Comenzó su transformación con un gesto simbólico: se rapó las iniciales “C” y “M” en la cabeza, como si fueran una declaración de identidad. Posaba con pistolas, fumaba marihuana, lucía cinturones con calaveras y compartía las imágenes en redes sociales.

Internet se convirtió en su escenario, donde “El Cachetes” construía su reputación entre otros chicos que, como él, querían parecer más duros, más ricos, más temidos. Cuanto más se mostraba, más se acercaba al final.
Desde los 13 años formaba parte de la banda Los Escamosos, un grupo dedicado al narcotráfico, los robos y las extorsiones en Cocoyotes.
En las fotos se lo veía delgado, con mirada desafiante, rodeado de hombres adultos. Había sido detenido tres veces: la primera, en octubre de 2022, por posesión de cocaína; las siguientes, en mayo y octubre de 2023, por delitos relacionados con drogas. Pero la fiscalía nunca logró retenerlo.
Por su edad o por falta de pruebas, siempre quedaba libre. Cada liberación era una celebración en sus redes sociales: nuevas fotos, nuevas armas, nuevos ídolos. En su cuarto, un altar a la Santa Muerte y Jesús Malverde, los santos patronos del narco.

Detrás de esa fachada de orgullo había una realidad mucho más fría: Adrián ya no estudiaba, nadie lo supervisaba, y sobrevivía cometiendo pequeños delitos con su grupo.
En su mente, el éxito significaba tener dinero, fama y un arma en la mano. Nadie le enseñó que el poder verdadero nace del esfuerzo, no del miedo.
En un país donde las redes sociales glorifican a los sicarios y los “jefes” del crimen como si fueran celebridades, Adrián fue solo un imitador —uno más de los muchos jóvenes que copian lo que la sociedad celebra en silencio.
La tragedia llegó rápido, como una bala en la oscuridad. La noche del 23 de noviembre, Adrián discutió con sus compañeros por la posesión de una motocicleta robada.
Los mismos que se drogaban y reían con él salieron a buscarlo para “darle una lección”. Cámaras de seguridad captaron a dos hombres vestidos de negro, a bordo de una motocicleta oscura, siguiéndolo por un callejón.

A solo 280 metros de su casa, lo alcanzaron y le dispararon nueve veces. No hubo ayuda. No hubo gritos. Solo el ruido del motor alejándose.
Cuando llegaron los policías y los paramédicos, ya no respiraba. En su cabeza aún se veían las letras “C” y “M”, las mismas que lo habían definido y condenado.
Gracias al sistema de videovigilancia, las autoridades capturaron a cinco sospechosos: Óscar Quiróz Rodríguez (44 años), Santiago Tapia Domínguez (50), José Eduardo Quiroz Rodríguez, José Miguel Silva Arellano (20) y Arturo García Ferrer (44). ¿Fue una venganza interna o simplemente el final inevitable de una vida que nunca tuvo rumbo?
El caso de “El Cachetes” estremeció a México. No solo por la crueldad del asesinato, sino por lo que representa: un menor convertido en criminal antes de tener la oportunidad de ser adulto.

Su muerte es la prueba de un sistema fallido: familias fracturadas, escuelas impotentes, comunidades que miran hacia otro lado mientras la violencia recluta a sus hijos.
Días después, en un popular programa televisivo sobre seguridad, el presentador lanzó una advertencia directa a los jóvenes:
“No permitan que las drogas ni las películas los conviertan en cadáveres. Ningún narco termina bien. Solo hay dos destinos posibles: la cárcel o el cementerio.”
Palabras duras, repetidas mil veces, pero aún necesarias. En un México donde las bandas criminales reclutan a menores cada vez más jóvenes, y donde la cultura popular convierte a los capos en ídolos, la historia de “El Cachetes” debería ser un espejo.

No fue solo víctima de balas: fue víctima de una sociedad sin brújula moral, donde el crimen parece un atajo al éxito.
Cuando la policía recogió el cuerpo, la motocicleta Suzuki todavía estaba encendida. El motor zumbaba débilmente, luego se apagó. Así terminó también la vida de Adrián Guerrero Velázquez —un niño de 15 años que murió persiguiendo una ilusión mortal.