Sheinbaum enfrenta a los banqueros de Salinas… y el gesto de Harfuch se vuelve viral

En una tarde aparentemente rutinaria dentro de los muros de Palacio Nacional, se gestó una de las confrontaciones más tensas y

decisivas de la historia política reciente de México.

Frente a la presidenta Claudia Sheinbaum se encontraban doce directores ejecutivos que representaban a los bancos más poderosos del país, todos con vínculos directos al conglomerado financiero de Ricardo Salinas Pliego.

El aire era espeso, cargado de nerviosismo. No habría negociación. Sheinbaum lo dejó claro desde el primer minuto:
“Esta no es una reunión para dialogar. Es una exigencia de pago.”

Con voz serena pero firme, exigió que Grupo Salinas pagara íntegramente los 74 mil millones de pesos en impuestos pendientes. “La ley no tiene versiones para ricos”, sentenció.

Cuando Javier Murillo, director de Banco Azteca, intentó justificar la deuda con “interpretaciones legales posibles”, Sheinbaum lo interrumpió: “Las interpretaciones corresponden a los tribunales, no a los deudores. Y los fallos ya existen.”

Tres días antes, el gobierno había emitido una orden de embargo preventivo sobre parte de los activos de Grupo Salinas, provocando una caída del 7% en las acciones de sus empresas.

En la sala, Omar García Harfuch, secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, observaba en silencio cada movimiento. Su presencia no era simbólica: en medio de amenazas crecientes contra la presidenta, su sola mirada bastaba como advertencia.

Al notar que uno de los banqueros jóvenes grababa la reunión con un reloj inteligente, Harfuch hizo apenas un gesto. En segundos, agentes de seguridad retiraron al individuo. El silencio se hizo absoluto.

Antes de salir, Sheinbaum dejó una frase que heló la sangre de todos los presentes:

“México ya no es un país donde los poderosos eligen qué leyes obedecer y cuáles ignorar.”

Dio a Salinas tres días para presentar un plan de pago, advirtiendo que, de no hacerlo, el embargo se ampliaría. Fue el punto de no retorno.

Mientras tanto, en la torre de TV Azteca, Ricardo Salinas Pliego explotaba de furia. Golpeó el escritorio, llamó a una reunión urgente con sus asesores y gritó que el gobierno de Sheinbaum era “una dictadura disfrazada de justicia social”. Esa misma noche activó una ofensiva a tres frentes.

El primer frente fue mediático: ordenó preparar un programa especial contra García Harfuch, escarbando en el pasado de su familia: el abuelo, general en Tlatelolco; el padre, ex agente de la DFS, señalado por represión; y el propio Harfuch, a quien vincularían indirectamente con Ayotzinapa.

El segundo frente fue político: movilizó a sus aliados en el Senado para bloquear las reformas judiciales propuestas por el gobierno.

Y el tercero, internacional: organizó una entrevista con Fox News, donde planeaba denunciar “una persecución política contra el empresariado”, además de encuentros con acreedores en Nueva York.

Pero lo que Salinas no sabía era que su estrategia ya había sido anticipada. El gobierno tenía preparada una jugada maestra.

En Iztapalapa, Sheinbaum envió a Harfuch para inaugurar un hospital, sabiendo que las cámaras de TV Azteca intentarían provocarlo.

Cuando un grupo de manifestantes se acercó con pancartas hostiles, todos esperaban un operativo policial. En cambio, Harfuch se adelantó, caminó solo hacia ellos y estrechó la mano del líder de la protesta.

Ese instante –capturado por decenas de teléfonos– se volvió viral bajo el hashtag #ElGestoHarfuch. La imagen del secretario, rodeado de pancartas que lo atacaban pero sonriendo con serenidad, se transformó en símbolo nacional.

Lo que debía ser una trampa mediática terminó siendo un acto de reconciliación que desarmó la narrativa de Salinas y fortaleció la figura del gobierno. En pocas horas, el “gesto Harfuch” se convirtió en un fenómeno político y social.

Sin embargo, el empresario aún confiaba en su poder. Recibió información de que Harfuch tendría una cena “secreta” en el restaurante Pujol.

Convencido de que el funcionario se reuniría con un narcotraficante, envió tres equipos de vigilancia para grabar la supuesta transacción. Pero lo que las cámaras captaron fue otra historia: Harfuch estaba cenando con Fernando Álvarez, nuevo fiscal especial anticorrupción y de delitos financieros.

Esa reunión era, en realidad, la antesala de un anuncio devastador para Grupo Salinas: el inicio de una investigación por lavado de dinero que involucraba más de 500 millones de dólares movidos a través de paraísos fiscales en Panamá, Singapur y las Islas Caimán.

Dos días después, mientras Salinas aterrizaba en Nueva York para su entrevista con Fox News, la situación en México se derrumbaba.

El tribunal rechazaba su último recurso contra el embargo; la Unidad de Inteligencia Financiera (UIF) allanaba las oficinas de Banco Azteca en Polanco, confiscando servidores y documentos; y el fiscal Álvarez convocaba a una rueda de prensa transmitida en vivo, presentando pruebas contundentes, entre ellas una fotografía donde Salinas Pliego estrechaba la mano de Javier Méndez Torres, un reconocido lavador de dinero buscado internacionalmente.

En cuestión de horas, el imperio de Salinas quedó expuesto. Fox News canceló la entrevista. Los inversionistas de Nueva York suspendieron sus acuerdos.

Cuando el magnate regresó al aeropuerto de Toluca, lo esperaban Harfuch y el fiscal Álvarez. Sin esposas, sin violencia, le entregaron la citación oficial: sería investigado por lavado de dinero, evasión fiscal y delincuencia organizada.

Salinas, ante los medios, forzó una sonrisa: “Confío en la justicia mexicana.” Pero ya nadie le creía.

El golpe final llegó desde su propia sangre. Benjamín Salinas, su hijo y director ejecutivo del grupo, buscó una reunión privada con Harfuch.

En un encuentro de más de dos horas, ofreció cooperación: entregar información interna, contratos falsos, transferencias y cuentas offshore, a cambio de protección legal para su familia y de la continuidad empresarial bajo nueva dirección. Fue la confesión que selló el destino del imperio Salinas.

Esa noche, cuando las luces del Palacio Nacional se apagaron, México comprendió que algo había cambiado.
La confrontación entre Sheinbaum y Salinas Pliego ya no era solo un pleito fiscal, sino una disputa por el alma del país: el Estado democrático contra el poder económico impune.

Una presidenta que desafió al dinero. Un secretario que derrotó a la manipulación con un simple gesto.
Y un magnate que, por primera vez, descubrió que en México la ley ya no se negocia.

Porque, a veces, un apretón de manos puede tener más fuerza que todo un imperio.

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