Al amanecer del 21 de octubre de 2025, mientras el rocío aún cubría las hojas de los limoneros y el Valle de Apatzingán despertaba lentamente, una operación especial encabezada por Omar García Harfuch rompió el silencio de la madrugada.
Los helicópteros sobrevolaron la zona, las órdenes se transmitieron en clave, y en cuestión de minutos el objetivo cayó: Rigoberto López Mendoza,
alias “El Pantano”, el hombre que durante años había impuesto el miedo entre los productores de limón, fue arrestado en su propio rancho.
Pero aquella no fue una simple detención. Detrás de esa puerta metálica y del polvo que levantaron los agentes al irrumpir, se escondía algo más siniestro: un sistema de terror económico perfectamente estructurado, con libros contables, amenazas documentadas y una red criminal que había convertido el negocio agrícola en una fuente de poder paralela al Estado.

Según el informe oficial, El Pantano era sicario y extorsionador del Cártel de los Viagras, y ejercía como jefe de plaza en el Valle de Apatzingán.
Durante más de cinco años impuso cuotas de “protección” (cobro de piso) a los productores de cítricos, controló precios, rutas y exportaciones. Quien se negaba a pagar, desaparecía.
Uno de los pocos que se atrevió a enfrentarlo fue Bernardo Bravo Manríquez, presidente de la Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán.
Bravo había denunciado públicamente las extorsiones y exigido el fin de los cobros ilegales. Doce horas después, su cuerpo apareció con señales de tortura y varios impactos de bala.
La detención de El Pantano se produjo a las 06:00 horas, cuando las fuerzas especiales cercaron un rancho en las afueras del valle.

El objetivo no opuso resistencia: estaba sudando, con el teléfono en la mano, como si esperara una llamada que nunca llegó. Tres cómplices fueron capturados junto a él. Lo que hallaron después convirtió el operativo en una escena de horror y contabilidad criminal.
En una bodega subterránea, los investigadores descubrieron restos humanos, armas largas, dinero en efectivo y docenas de identificaciones falsas.
Sobre una mesa improvisada, pilas de billetes se mezclaban con cuadernos de notas que detallaban nombres, cantidades y fechas.
En varias fotografías aparecían productores locales, algunos marcados con tinta roja junto a anotaciones como “Cupo cerrado”, “no paga” y “daré carmiento”.
Dentro de una bolsa plástica había ropa con manchas de sangre; los análisis forenses confirmaron que el ADN coincidía con el de Bernardo Bravo, probando que El Pantano participó directamente en la ejecución.

En su teléfono, un mensaje enviado la noche anterior decía:
“Se confirma orden. Se actúa sin demora. El problema del valle se resuelve hoy.”
En otra habitación, una cámara oculta y un disco duro contenían videos de interrogatorios. En uno de ellos, El Pantano aparece contando fajos de dinero y mirando a la cámara con voz fría:
“Aquí nadie vende sin permiso; si no pagan, no trabajan; si hablan, no viven.”
Otros videos muestran a campesinos siendo amenazados, obligados a firmar compromisos de pago o a entregar parte de sus ganancias.
En una grabación adicional, el sicario se jacta de que su grupo recauda 140 000 pesos semanales solo en el valle limonero — una cifra que supera los ingresos de varias rutas de narcotráfico menores.
Los expertos en crimen financiero calificaron los hallazgos como prueba de un método sistemático de terror económico.

Los cuadernos incautados no eran simples anotaciones, sino documentos contables con una precisión empresarial. Incluían fechas, montos, nombres de más de treinta productores y rutas de distribución, con marcas rojas para quienes se negaban o demoraban en pagar.
En un ordenador portátil se halló una carpeta llamada “Tianguis 05” con imágenes aéreas del mercado limonero de Apatzingán.
Las rutas estaban trazadas con líneas rojas y números que correspondían a cada puesto. Todo mostraba la existencia de un sistema de recaudación criminal, una maquinaria paralela al Estado.
Cuando los agentes le preguntaron por qué mandó matar a Bravo, El Pantano respondió sin dudar:
“Porque quiso arreglar el precio del limón sin pedir permiso.”

El negocio de la droga había quedado atrás; lo rentable ahora era el “negocio verde”, como llamaban los Viagras al control del precio del limón.
El análisis de las cuentas electrónicas de El Pantano reveló una red de transferencias trianguladas desde Tepalcatepec, Parácuaro y Buenavista. Los depósitos eran fraccionados para evitar rastreo, y los beneficiarios aparecían bajo la clave “LVC” (Los Viagras Cártel).
Pero lo más inquietante fue el hallazgo de un documento digital titulado “Instrucciones M21” con la frase: “Aprobado por me. Ejecutar acción antes del amanecer.” Los analistas vincularon la letra “M” con Miguel Ángel Gallegos Godoy, alias El Migueladas, histórico líder de los Viagras.
Otros sostienen que podría referirse a un mando superior, posiblemente relacionado con el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG).
El último registro telefónico de El Pantano confirmaría esa hipótesis: una llamada de José Armando N., alias El Jarocho, identificado como enlace operativo entre Viagras y CJNG.

Las autoridades federales calificaron el operativo como “el comienzo de algo mucho mayor”. Los hallazgos permitieron desmantelar una célula ejecutora, rastrear rutas de lavado de dinero y reconstruir la cadena de mando que ordenó la muerte de Bravo.
El informe final concluyó que la orden provenía del Consejo Interno de los Viagras, una estructura que funcionaba como consejo directivo de un emporio económico criminal.
El grupo, según los investigadores, ha institucionalizado el miedo y diversificado sus ingresos hacia la agricultura, la minería y el control de mercados locales.
La reacción en Apatzingán fue inmediata. Decenas de productores marcharon por las calles con pancartas que decían:
“Al campo no se le mata, se le defiende.”
Encendieron velas frente al mercado principal y pronunciaron el nombre de Bernardo Bravo como símbolo de resistencia.

Sin embargo, el silencio de El Pantano preocupa tanto como sus palabras. En los primeros interrogatorios admitió haber cobrado cuotas, pero insistió: “Solo obedecí una orden.”
Esa frase abrió una nueva línea de investigación a nivel federal, centrada en el financiamiento del crimen agrícola, las empresas pantalla y los posibles vínculos institucionales que facilitaron su expansión.
La operación en Apatzingán expuso una realidad dolorosa: en el corazón agrícola de México, el precio del limón ya no lo define el mercado, sino el miedo. Los limoneros que antes simbolizaban prosperidad ahora son el escenario de un modelo de dominación donde cada fruto se paga con silencio o sangre.
Porque en ese mundo, quien intenta fijar el precio del limón, paga con la vida.

Durante la conferencia de prensa posterior al operativo, Omar García Harfuch fue tajante:
“Esto no es solo la detención de un criminal. Es una advertencia a quienes creen que pueden sustituir la ley con violencia y dinero. Apatzingán no pertenece al crimen, pertenece a su gente.”
Sus palabras resonaron entre el polvo del valle como una promesa: la promesa de que un día los productores de Michoacán podrán cosechar y vender su fruta sin pagar tributo a ningún cartel, y que la economía mexicana dejará de ser rehén del ‘negocio verde’, ese negocio manchado de sangre, miedo y silencio.