Una declaración inesperada de Omar García Harfuch, exjefe de la policía capitalina, ha sacudido con fuerza el caso de la periodista de investigación Débora Estrella.
Mientras la versión oficial sostenía que se trató de un accidente aéreo causado por una falla técnica, Harfuch aseguró que fue un
“acto de sabotaje premeditado” para silenciar una voz incómoda.
Sus palabras no solo encendieron la polémica pública, sino que también obligaron a reabrir el debate sobre un expediente cerrado con sospechosa rapidez.

En su intervención, Harfuch expuso una serie de irregularidades alarmantes: el expediente fue cerrado en apenas 48 horas, desaparecieron informes técnicos clave y las grabaciones de cabina no se entregaron completas.
Reveló además que un técnico reportó internamente la sustitución irregular de una válvula de combustible, la desactivación manual de un sensor de presión y la falsificación de una firma en los registros de mantenimiento.
El responsable técnico, según Harfuch, desapareció inmediatamente después del siniestro. Todo ello apunta a un escenario incompatible con la teoría del accidente.

La gravedad del caso se acentúa al revisar la trayectoria de Estrella. Ella no era una periodista común, sino una reportera de investigación que señalaba con nombres y apellidos a políticos, empresarios y funcionarios con nexos en la penumbra.
En los últimos meses, trabajaba en un reportaje sobre empresas fachada creadas para desviar fondos públicos hacia redes criminales. Entre los documentos en su poder figuraba un contrato por más de 48 millones de pesos, firmado con una compañía sin oficinas ni empleados, que desapareció a los pocos meses de recibir el dinero. El reportaje debía publicarse una semana después de su muerte.
Días antes del accidente, Estrella vivía bajo una presión asfixiante. Su pareja reveló que recibía mensajes anónimos con advertencias como “sabes demasiado” o “si publicas, lo lamentarás”.
Ella misma confesó sentirse vigilada, detectando autos sospechosos cerca de su casa y llamadas de silencio constantes. En su cuaderno personal, registró placas de vehículos y nombres, dejando escrita una frase escalofriante: “Si algo me pasa, no será casualidad”.

Ese cuaderno ya está en manos del equipo de Harfuch y constituye una pieza clave en la investigación.
La muerte de la periodista resultó conveniente para la red que investigaba. A los pocos días del siniestro, los proyectos públicos vinculados a las empresas fachada continuaron sin auditorías ni sanciones, y los nombres de peso en la trama permanecieron intocados.
Para Harfuch, el asesinato de Estrella fue también un mensaje de advertencia a otros periodistas: cruzar ciertos límites puede costar la vida.
Frente a ello, el exjefe policial anunció un plan de acción para reabrir el caso. Solicitó a la Fiscalía que modifique la hipótesis inicial y lo investigue bajo el delito de homicidio por sabotaje aéreo; pidió protección inmediata para tres testigos clave (dos técnicos aeronáuticos y un excolaborador de una empresa fachada), así como el análisis independiente de los restos de la aeronave y acceso a todas las grabaciones originales de la torre de control.

Hoy la sociedad mexicana se pregunta: ¿quién tuvo el poder de callar a Débora Estrella y manipular la investigación? ¿Estamos ante una red político-criminal de gran escala donde dinero, poder y violencia se entrelazan? ¿Habrá espacio para la verdad o volverá a enterrarse bajo el polvo de expedientes secretos?
Este caso ya no es solo la muerte de una periodista: es la prueba de fuego para el sistema judicial y la seguridad nacional. La incógnita que persiste es si la justicia logrará imponerse o si, una vez más, el silencio será la sentencia para quienes se atreven a desafiar a las sombras.