Lujo por fuera, infierno por dentro: Lo que Harfuch descubrió te perseguirá de por vida

Una mansión lujosa en Huixquilucan, Estado de México, con piscina turquesa, muros dorados y jardines meticulosamente cuidados, alguna vez fue símbolo de riqueza y poder.

Pero detrás de esa fachada de opulencia se escondía un secreto tan macabro que puede perseguir a cualquiera que cruce sus puertas.

Cuando Omar García Harfuch – jefe de seguridad de la Ciudad de México – ingresó durante un operativo nocturno, quedó paralizado. Lo que vio no fue lujo, sino las huellas de un infierno en la tierra, cuya revelación estremeció tanto a México como a Colombia.

El 24 de septiembre de 2025, los artistas colombianos Beyon Sánchez Salazar (B-King/Viking), de 31 años, y Jorge Luis Herrera Lemos (Regio Clown), de 35, fueron encontrados sin vida en un tiradero improvisado en Cocotitlán, a 50 km de la capital.

Sus cuerpos estaban descuartizados, maniatados y con señales de tortura. A su lado, un cartel firmado por La Familia Michoacana lanzaba una advertencia escalofriante: “Ya llegamos. Esto es para los paracaidistas, managers y vendedores. Todo será nuestro.”

Antes de su desaparición, Regio Clown había enviado un mensaje por WhatsApp: “Nos vamos a reunir con el comandante, pero no confío en nadie.” Esa frase se convirtió en la última pista antes de caer en la trampa mortal.

Días después, Harfuch y las fuerzas de la SSC, junto con Marina y Guardia Nacional, irrumpieron en la mansión de Huixquilucan. Lo que hallaron superó cualquier pesadilla.

En el sótano, disfrazado de cava de vinos, apareció una fosa clandestina con 211 cuerpos en distintos estados de descomposición. Los peritos advirtieron que el número real podría superar los 500, gracias a un horno industrial usado durante meses con químicos corrosivos para borrar huellas.

En los anexos se hallaron cuartos de tortura con rejas oxidadas, colchones ensangrentados, cadenas y restos de inyecciones.

Todo indicaba que las víctimas eran mantenidas conscientes durante el tormento. Una niña de 10 años, sobrina del velador, sobrevivió escondida en un armario. Con voz temblorosa dijo a los agentes: “Aquí jugaban a los monstruos.”

El descubrimiento más revelador estaba en una oficina blindada: una computadora cifrada con archivos “C27” que documentaban transferencias por cientos de miles de dólares desde Panamá hacia empresas de espectáculos en México.

La música y los conciertos servían de fachada para lavar dinero y transportar cocaína desde Colombia a EE.UU.

Los archivos también incluían nombres de funcionarios locales y contratistas que recibieron pagos para proteger o encubrir la operación. Esto confirmaba que la mansión no era solo un escondite, sino un centro de mando de una red criminal transnacional con nexos políticos.

El papel de B-King y Regio Clown resultó polémico: no solo eran víctimas, también fueron señalados como operadores intermedios, utilizando su fama para reclutar jóvenes, legitimar capital ilícito y expandir la influencia del narcotráfico colombiano en México.

La investigación reveló además a un “comandante fantasma”, presunto infiltrado en las fuerzas de seguridad, que habría entregado a los artistas a La Familia Michoacana. En los documentos apareció el nombre “J”, descrito como cerebro de operaciones en Oaxaca y Tabasco, actualmente prófugo.

El caso desató una crisis diplomática. El presidente de Colombia, Gustavo Petro, exigió una investigación conjunta y transparente, mientras la presidenta mexicana Claudia Sheinbaum ordenó a la Cancillería involucrarse plenamente.

Ante la presión y el recuerdo del atentado en 2020, Harfuch declaró con firmeza: “Esto no es un caso aislado. Es una red transnacional que debemos erradicar de raíz, aunque nos cueste sangre.”

La mansión de Huixquilucan dejó de ser símbolo de lujo para convertirse en un espejo de la realidad más cruel: un país donde el crimen se disfraza de riqueza, se infiltra en la política y hasta secuestra la música para convertirla en instrumento de muerte.

La tragedia de B-King y Regio Clown trasciende lo personal. Es un recordatorio de que, cuando el arte es secuestrado por el crimen, las melodías dejan de ser canciones… para transformarse en tambores que marcan el camino al infierno.

La gran incógnita sigue en pie: ¿podrá la justicia atravesar el cemento, los químicos y la protección del poder para sacar toda la verdad a la luz, o quedará enterrada para siempre en ese “infierno de lujo”?

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